¿Qué estatus especial detenta la belleza frente a lo grotesco, lo sublime, lo siniestro…? Cuando en el arte se rompe tal diferencia, no en cuanto valores distintos, sino en cuanto jerarquizados debido a tal estatus, quizás solo haya sucedido, contra lo naturalmente aceptado por el ya curtido en el campo estético, que se haya desarrollado una mera aceptación de la escasez de lo penetrable en la belleza, frente a lo permeable del absurdo o de lo cómico, mucho más accesibles. Incluso lo sublime es asequible en cuanto lo así considerado dramático anega cualquier concepción contemporánea del mundo; no me entendería, quizás, en este punto, con nadie previo al XVIII. Así, pues, se me figura este movimiento una suerte de renuncia a lo bello, acompañada de un elitismo que ha conmocionado tan profundamente a la mente humana, que ya lo bello es directamente kitsch, academicismo craso, ingenuidad vulgar; el rostro bello parece ser casi un sacrilegio post-Auschwitz. ¿Quién iba a defender la belleza post-Auschwitz? (Suponemos la contradicción de la sociedad a Adorno, aunque, francamente, hay algo de la estimada belleza social que no es más que mercancía con atributos más cercanos a lo grotesco, a lo, ahora sí, kitsch y hortera. La belleza es subjetiva, dirán. Bueno. Bueno…).

Y, digo, pues, que se emprende el tal camino del monje, pero en el sentido no ya de la búsqueda de una belleza absoluta en sacrificio de bellezas presuntamente relativas, como si tal diferencia no fuera ridícula; no, sino que se emprende como el monje que buscara no ya la belleza en sí sino la horterada de la pose meditativa eb sí misma, lo grotesco del salmo, lo sublime del templo. Cualidades estáticas relativas a otros fenómenos que la belleza no comprende, única y exclusivamente por una mayor sencillez de disposición. Todo es potencialmente grotesco, deformable y deformado; la belleza genuina, ¡buf! En uno mismo puede encontrar uno absurdez y experiencias sublimes, mas tal cosa como la belleza… ¡Siempre fuera y condicional a un fenómeno tan exclusivo y concreto! Claro que se puede hacer de la industria, de la máquina y el polígono, del diseño urbanístico setentero, o cualquier otro fenómeno de grandísimo impacto estético para el que esté dispuesto a dedicarles su observación, presuntos objetos de belleza, mas ¡qué autoengaño! Y nadie habla así, ciertamente; el arte tomó derroteros distintos. En la frivolidad del defensor del Art Nouveau frente a la herencia de Le Corbusier, por ejemplo, reside empero la intuición que no ha sido atrofiada para el esteta, a saber, que la belleza merece semejante estatus, que ha de haber un motivo para que así sea. Racional, sin duda, no es, y habla bien del hombre esa superación arbitraria de lo bello en su consideración de lo estético, por lo demás presente sin duda desde sus comienzos. Ni de coña regiría el buen gusto entre nuestros antepasados paleolíticos. Sin embargo, algo hay ahí, algo, que no podía yo ver desde hace años, siendo en lo pútrido donde a veces encontraba el mayor de los alicientes para el pensamiento poético, permitiéndoseme tal jactancia.
Sin embargo, cuando uno se cruza con la belleza relativa bien representada (que llega, con la que uno se topa), siendo aquello no reflejo sino la hipóstasis misma de lo bello en sí (matemático bebedor de ranciadas platonadas, cómo iba a ser distinto en un desconocedor de la historia, por lo demás a buen seguro inútil en lo concerniente a la filosofía), ¡qué coño va a lo grotesco o cualquier otra cosa ser el eje de ningún arte! El convencimiento del surgir de esos valores como mero relleno en la ausencia de lo bello, precisamente ello en tanto que tan escaso, choca por supuesto con la intuición tan certera de que lo trágico y absurdo parecen ir mucho más allá de todo lo demás y determinar la propia experiencia de la existencia en sí. Ahora bien, en ese conocer la belleza genuina al instante de ser contemplada (quizás gusto exclusivamente afuera entre los cinco de los sentidos), se figuran los demás solo apéndices de una conciencia puramente mental, reflexiva en torno de la existencia, no más que reverberación de la existencia en sí, no existencia en sí. En cambio, no hay tal reflejo en la belleza: ¡joder, no lo hay! ¡Semejante es la diferencia de estatus del que hablamos al principio!
Dónde, cuándo y cómo trascienden al objeto de la belleza, como las demás se inscriben en su circunstancia mental y existencial de manera infinitamente más marcadas. No hay condición de contorno en la belleza. Su renuncia proviene quizás de esa misma incomodidad al no poder asirla. La absurdez se toma. La belleza no tiene marco, no es transportable ni poseíble. Simplemente. Joder, algo habrá que hacer…