Fellini-Lynch

Es donde la banalidad se riza sobre sí misma, y comienza a respirar. En Fellini encontramos la consumación hortera de Toulouse-Lautrec. El movimiento permite el no distanciamiento, la plena inclusión en el torbellino de frivolidad; la pintura, aún reducto de un hieratismo casi egipcio, en cambio, ofrece al que observa la posibilidad de la distancia. El enrarecimiento que Toulouse Lautrec imprime a sus figuras, coloridas nubes de humo cargadas con la pesadez de los bajos fondos, lo procura David Lynch, adicionalmente, por medio de vías narrativas y musicales. Fellini, cuya principal herramienta de enrarecimiento, entendida como distanciamento genuino de lo encapsulado en sus escenas, será la coloración (Satiricón, Casanova), no puede aún hacer uso de ella en Las noches de Cabiria, La Dolce Vita u Ocho y Medio. Actúa entonces como contrapunto alguna figura que dota de estabilidad a la escenografía, como Marcelo Mastroianni; análogo papel juegan en los filmes de Lynch algunos de los personajes principales, pero de manera mucho más diluida, pues ellos mismos son en casi total medida cocreadores del delirio que habitan. Esa conjugación estabilidad-delirio del entorno alcanza su máxima expresión en Lost Highway e Inland Empire, donde la ingenua identificación con el “sujeto razonable” todavía presente, por ejemplo, en El hombre elefante, o incluso Mullholand Drive, termina decayendo: hay el elemento de estabilidad, pero con torbellino que lo arrastra. En Fellini, como en aquellos filmes de Lynch, el elemento posee una velocidad de arrastre, a la que el espectador intenta aferrarse ante la rotación de lo circundante; cuando la rotación se torna en la película en sí, uno se encuentra ante la apreciación de la pintura de Lautrec: vendido ante la escena. En Twin Peaks, directamente, no hay elementos estabilizadores: todo es la “objetividad” de lo presuntamente cotidiano (con el enrarecimiento lyncheano extremo), introductora de supuestos kitschs no presentes en la herencia de Baudelaire y Lautrec, mas en cualquier caso subordinadas a ese mismo espíritu.

El “problema” con Fellini es que no da lugar al esperado distanciamiento: las gafas de sol de Mastroianni son incapaces de hacerlo a uno escapar de la insoportable en tanto que aparente jovialidad de los personajes. Admito que sea cuestión de temperamentos. Como quizás al amargado (aunque no me lo considere), se me hace del todo infumable la ausencia de ese muro que, por ejemplo, erige en Lynch la música de Angelo Badalamenti entre espectador y filme. Con la pintura sucede algo similar por su propia naturaleza; máxime cuando en la misma dirección rema la técnica pictórica de Lautrec. En su lugar, Fellini es como el taladro que a uno lo consume en el hastío de la fiesta. Pero, a diferencia de en estando “festejando”, cuando el hombre es esclavo de su interacción con el otro, existe en la soledad frente a la pantalla la sencilla opción del escape, a la que a menudo recurro con Fellini: “insoportable, se acabó”.

¿Cómo puede un mismo referente, simple y llanamente más o menos enturbiado, suponer una diferencia tan gigantesca, para el sujeto (tan amargado)? ¡Tan inmenso es el poder de una pequeña dosis de oscuridad en el enjambre más turbulento de frivolidad! Su ausencia induce la máxima claustrofobia: la naturaleza infinitamente cíclica del baile, de los cánticos absurdos. El absurdo en un caso parece tener límite: la muerte, la oscuridad lo finiquitan. (Ingenuamente, como si en la sombra no hubiera absurdo). Quizás hablaremos ya otro día de por qué.

El caso es que Fellini lo sabía. Por eso, sin el contrapunto, como en el pastel inmensamente azucarado aunque rebosante de cáncer (y el pastelero a sabiendas de ello y queriendo mostrar el cáncer), se hace hincapié en el azúcar: Fellini, en el azúcar. Lynch, curiosamente, quizás mire menos hacia el cáncer y más hacia el azúcar (El hombre elefante) que el propio Fellini (Las noches de Caviria), pero en su juego de sombras confunde mostrando el cáncer. Como el que en la fiesta se agita incesantemente en representación del delirio que su existencia supone allí en relación a todo lo que es, a diferencia del que, supuestamente distante, “critica” su banalidad. Puede ser, Fellini, que lleves razón. Supongo que tendré que aprender a bailar mejor. El azúcar donde el cáncer: las mujeres grotescas de Lautrec.

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