Sí, pídele lo que quieras. Hará realidad, empero, solamente una cosa: lo que más deseas. No importa lo que digas. No importa lo que pienses. No importa si sabes cuál es tu genuino deseo. Hará realidad solamente una cosa: lo que más deseas… Y él se suicidó, sí: le pidió que su hermano volviera a la vida. Le trajo dinero, dinero y más asqueroso dinero. ¿Te imaginas la podredumbre que debió oler en su alma? ¡Para suicidarse, sí! Ni lo esperaba: solo una cosa pensó, mas ¿qué iba este artificio a saber de lo que pensaba, si solo entiende de deseos? ¿Qué favor iba a hacerle a una persona que no se conocía a sí misma? El que es distinto de sí mismo, condición del no llegar a ser el que se es, como dijera Hegel, mejor purificación logrará en el suicidio, si la busca. O en el retiro espiritual. En la paciencia. Un poco más de paciencia con uno, claro. Si no, ¿qué pasaría de hacerse realidad nuestros deseos, de materializarse nuestras ideas, de ser el mundo una proyección de nuestra mente? ¿Qué clase de crisis de identidad sufriríamos? No, no: odio estas preguntas retóricas. Me repugnan, son fingidas, anti-artísticas, anti-naturales, anti-inteligentes: háganse las preguntas a ustedes mismos que deseen. Que deseen. Porque, ¿qué es lo que quieren? Me sorprende a mí que parezca todo el mundo tener muy claro en su vida lo que quiere. Sobre los modos de lograrlo, habrá dudas, pero del objetivo, ¡cómo iba a haberlo! Incluso en la confusión de una mente desordenada es difícil no encontrar un mínimo faro constituido por el «querer», aunque sea abandonar dicho caos. En otras ocasiones, dicho caos se abraza, no se sabe muy bien por qué. Se vive, es cierto, así una vida mucho más artística. O romántica, quizá. Le quitas capas de gris a la existencia y se traslucen algunos dorados, manchados quizá de bermejas amenazas, no obstante también atrayentes. ¿Quién querría la vida de oficinista gris, casado y sin más motivación que ahorrar para viajar en las vacaciones a algún lugar exótico que supla el prosaísmo de su existencia…? ¡No es retórica!: ¡Casi todos! Es lo sorprendente. Así hecha, la pregunta parece estafar, o al menos era la intención, mas salgan ustedes a hablar afuera con él o ella, que tan bien conocen. ¿Dónde quedan esas personas con motivaciones enfermizas, delirantes, que pueden conducir al suicidio, a la soledad extrema o al abandono del resto de planos de la vida? ¡Dónde! Ahora solo parece uno encontrarse esbirros de Jordan Peterson, de vidas ordenadas hasta la náusea, si no pobres diablos procurándolas insatisfactoriamente, en un descubrimiento para ellos sorprendente de la condición procrastinadora y hedonista del ser humano. Sí, sí, claro que no digo que sea para todos la vida de un bohemio, dandi o romántico: quitaros esa idea. Solo digo que, o están ocultos tras impecables trajes de chaquetas grises (en el mejor de los casos) en la abominable rutina del bus o el metro, o me muevo en ambientes donde alguien parece haber extirpado mágicamente la proliferación de tal clase de sujetos. O quizá nunca los hubo. O quizá siempre todos quisieran tener ese traje de chaqueta gris. ¡Que se pudra…!
Johann Sebastian Bach – Eduard Artemiev (BWV 639 in Solaris, Tarkovsky)
A mí esta cuestión de la identidad me gusta sentirla más que pensarla. Para qué engañarnos: o surge la vaguedad en uno a la hora de considerar semejantes temas, o sonríe el pragmatismo de la banalidad aplastando tales propósitos reflexivos bajo el presupuesto de que no servirían de nada. Así, queda solo el mero sentimiento. La identidad no como concepto, sino como sentimiento. Esto es evidente en el caso de las minorías que se perciben, ya discriminadas, ya en un conflicto identitario de hondas repercusiones en la psicología del individuo; v.gr., la transexualidad. No nos referimos de todos modos en este caso a ese tipo de identidad, de carácter gremial (sin ánimo despreciativo, esta expresión, hacia quienes se adscriben a un cierto colectivo por el particular sentir que pueda inundar a su persona, cual podemos figurarnos, por seguir con el ejemplo, respecto de un transexual), sino a la que afecta a cada individuo de un modo más existencial, menos colectivista, a la par que también, hemos de admitir, quizás, más visceral, pues la confrontación existencial-banal carece de todo sentido en tanto que nuestras preocupaciones existenciales son, estrictamente, de lo más banales.
Quedando dicho todo esto (y hemos de admitir que también en vista de la sobredicha pereza que subyace a todo esto de pensar lo que no lleva a puerto alguno), ¿cuál es el sentir en torno a la identidad a la que vengo a referirme? A la que encuentran ustedes en el arte. Sí, ¡cómo no! Hablo yo de la música, el cine, la pintura y la literatura. Las otras ni me van ni me vienen. Y pararme con detalle en el impacto de estas artes en el pathos humano sería estupidez, como hacer repaso alguno de las obras que a uno le pueden hacer sentir extraño respecto de sí mismo, a saber, percibir el extrañamiento respecto de la propia identidad. Para ello contarán ustedes con un repertorio cultural mucho más vasto en sus propias cabezas, a buen seguro, que el que yo pueda presentarles. De hecho, le pondré como ejemplo solo tres películas, que me vienen a la mente como podrían seguramente venirme cualesquiera otras: Abre los ojos, de Amenábar, y Solaris y Stalker, de Tarkovsky.
Sí, sé que queda cutre. No sé cómo mejorar la edición de estas entradas de Blogger. Tampoco me importa demasiado, si total, nadie las va a leer nunca. Si existes y me estás leyendo, de hecho, plantéate seriamente tu existencia. Yo, por lo menos, dudaría por completo de ella. De ti, vamos. Incluso aunque existieras, para mí tu consciencia es tan demostrable como indemostrable es la no consciencia de un sujeto aparecido en un sueño dentro del contexto del mismo sueño. Podrías ser, en términos de filosofía de la mente, y como ya hemos tratado en una anterior entrada, un zombie. ¿Para qué preocuparme entonces…? ¡Claro…! No, porque la esperanza en ti, de que tú existes, piensas y sientes, y que no eres un subproducto de mi mente, es necesaria para mi propia estabilidad mental, la estabilidad mental de la que en ese caso sería la única mente en todo el universo. O en mi universo. Quizás tu universo sea distinto. ¿Qué cosas digo? ¡La soledad…! Sería terrible la soledad de abrazar a un subproducto de tu mente. Hacerle el amor a un espejismo. Amar, desear incluso no correspondidamente a una idea concebida en tu cerebro. ¡Qué soledad más pavorosa…! Y aun así la soledad no cambia demasiado de eso al mundo que suponemos verdadero, donde no podemos ni un instante compartir nuestra experiencia sensorial o mental con nadie, ni nadie con nosotros, como sí pueden solaparse dos ondas de radio cuando viajamos en coche… ¡Qué alegría de ondas, que pueden interferir entre ellas! Saben de la existencia de la otra y pueden mezclarse genuinamente… No están solas. En cambio, nosotros, ¡a qué tendemos! No puedo sino acordarme del mito de Aristófanes en el Banquete de los andróginos. ¿Los andróginos tenían una sola consciencia, o dos? Y si era solo una, ¿de dónde sacó Zeus la segunda al partirlos por «la mitad»? Y si tenían dos, menuda la solución de Aristófanes: ¿juntar los cuerpos? ¡Las mentes, por favor…!
Este discurso olerá a incel, y no sería poco cierto de ello tildarme. Sin embargo, no todos somos como tú, guarro o guarra de mi corazón, como podría haber complementado Mr. Chow su respuesta al viejo verde, cuyo nombre por supuesto no recuerdo, en Deseando amar. Hay a quien le preocupa la eterna soledad del individuo a lo largo de su existencia, sin posibilidad de compartir nada de su tiempo, de su vida, de su consciencia, de su genuino ser, con las personas a las que más quiere, inclusive amorosamente, como la esposa, esposo, novia, novio, follamiga, follamigo o lo que a ustedes les parezca menos anticuado… A veces, empero, nos olvidamos de esa soledad. Nos olvidamos, quizá conscientemente, quizás por la inercia que todo lo revuelve en nuestras vidas con objeto de la supervivencia, en nuestra subordinación al prosaísmo del genio natural. Así las cosas, ¿no conviene acaso también de vez en cuando refrescar nuestra mente y darnos un baño de forzada soledad…? Tengo cosas extrañas, dirán algunos. A mí me parece necesario y conveniente, también para la relativización de ciertos problemas en su escala social, así como para el aminoramiento de ciertas tendencias egocéntricas, por contradictorio que suene esto, siendo lo que digo de suerte que pareciera solo reconcentrarnos todavía más en nuestro yo. ¡No! No es nuestro yo. Quizás, incluso, en la soledad nos vinculamos más al otro, al mundo, máxime existiendo la posibilidad mucho más probable, bajo el paraguas de la introspección (en lugar de en un contexto social, para qué engañarnos), de llegar a conclusiones o percepciones panteístas, o, en otra vertiente, de corte budista, alcanzar la iluminación, en contacto con todo el cosmos, logrando la conversión en bodhisattva… Todo esto suena tal vez artificioso, pero no me importa. ¿Por qué renunciar a ello, cuando puede experimentarse su utilidad con el mero escuchar de una buena pieza musical, como viendo una película que merezca la pena (a veces puede merecer la pena una mala película, por cierto)? Y así como los sobrementados ejemplos de películas referíanse a ese contacto con el «extrañamiento» de la propia identidad, me viene a la mente 2001: Odisea en el espacio como ejemplo de película que imprime una especial sensación de soledad sobre el espectador interesado, aunque en general cualquier lectura sobre el Universo lo deja a uno con el desasosiego propio del que es humillado frente a la vastedad espacial y temporal del cosmos. Particular sentimiento de soledad despierta en mí la escena inicial de Dave y Frank en su expedición hacia Júpiter, donde suena la siguiente melodía:
Aram Khachaturian – Gayane Ballet Suite (Adagio)

A la par que digo todo esto, no puedo dejar de pensar en lo difícil que se me hace entender que fuera de la soledad pueda experimentarse una emocionalidad pura en lo relativo a la belleza, dejando por un momento a un lado, por supuesto, el impacto tan enorme que puede imprimir la belleza de una persona en nuestro alma, en determinadas condiciones. La presencia de otros puede, no obstante, si no se da esta última circunstancia, arruinar por completo una cierta experiencia estética. Las palabras pueden derruir una secuencia que debe ser contemplada en silencio; las interpretaciones destruir una pintura, un poema, una película o inclusive una pieza musical; la presencia puede simplemente sumar banalidad, restar excelencia y dramatismo a la situación. Y es posible que mi forma de contemplar el arte sea excesivamente, en este sentido, dramática. Escuchaba hoy una entrevista con el profesor de literatura José María Bellido Morillas, donde comentaba que eran poco de su agrado las películas de Tarkovsky o de Ozu, por excesiva seriedad donde no es justificable. Ponía como contraposición de sus autores favoritos a Fellini o Luis García Berlanga, así como el primer Almodóvar, entre muchos otros, como es de esperar de un erudito semejante. Lo evidente es que impera una intención más cómica en el filmar de estos directores; a mí esto, personalmente, me atrae poco, o desde luego menos que a él. Me resulta más bello cuanto podemos relacionar con la gravedad, el dramatismo, la tragedia y las emociones pesadas. Soy un Heráclito, quizás… Me cuesta ver en la comedia algo de bello, por más que valore de manera muy positiva el ingenio detrás de quien puede hacerme reír o disfrutar de una película ligera. No opino igualmente en relación a la literatura, donde el componente cómico, si bien no desprende belleza, sí aporta un valor superior a la obra al que pudiera hacerlo careciendo de él, con un mero discurrir trágico de los acontecimientos. Es posible que esta divergencia se deba a mera lentitud mental: en un libro puedo procesar de mejor manera la comicidad de un comentario; en una película, como en la vida real, la agilidad mental es crucial para captar el humor, y yo me veo con ciertas limitaciones de cara a una comprensión tan inmediata de aquel. Con la música, verbigracia, también percibo en la pesadez de las obras tristes (o por el contrario de emociones profundamente evocadoras, aunque positivas) lo bello del mundo concentrado en sus notas. Ahora, en la música ligera no vislumbro más que falso arte: mero distraimiento. Es esta una concepción muy retrógrada de la música, he de admitir, que me recuerda en buena medida a lo que dijera Adorno en su momento en torno a la cuestión. Quizás, y aun a pesar de que critiquelo en su momento, sus opiniones acabaran inconscientemente calando en mí, en deseos en aparente contradicción con mi pensar y mi palabra, como antes traía a colación gratuitamente… Mas, ¿cómo librarme de una tal visión? O, mejor dicho, ¿para qué, si me es genuino el sentido de la belleza en las expresiones a que yo dedico mi atención heraclídea? He de confesar que me agradaría conversar con cierta seriedad sobre el asunto con alguien. Ciertamente no tengo con quién, por lo que dejo que mis palabras vuelen, con la esperanza de que quizás algún día vuelvan como cierto boomerang, en forma de karma, y se transformen en la deseada conversación… Sobre la pintura apenas hablé, porque se puede afirmar con tranquilidad que no tengo ni puta idea. Me gusta ir a museos y disfrutar estéticamente de los cuadros, pero lo haría al estilo más puramente kantiano, sin agregación de juicios, no por otra cosa, sino por falta de conocimientos. Así pues, me muevo en tal sentido en una pura estética, aun a sabiendas de que preferiría la ciencia o la hermenéutica, sin duda. Suscribo las críticas de Gadamer a Kant en este sentido, pero me mantengo en un imperturbable silencio respecto de las artes plásticas, por no poderme mover sino en un plano del puro M2, usando las coordenadas de Gustavo Bueno, basadas a su vez en las de Karl Popper, y este, evidentemente, en las de Platón. Cierto es que tampoco agregué en el caso de las otras disciplinas aportación conceptual alguna, mas al menos sentíame con el mínimo conocimiento de poder abrir la boca en torno al asunto.
Maurice Ravel – Daphnis et Chloé, Suite 2
Sergei Rachmaninoff – Rhapsody on a Theme of Paganini (Var. XVIII)
Richard Wagner – Prelude (Tristan und Isolde)
En otra suerte de cosas, y siendo consciente de que es plenamente subjetivo, el caso es que, desconozco el motivo, pero Dafnis y Cloe y todo lo bucólico me resulta mentalmente un ideal de belleza atractivísimo. Es esto añejo, casi salido de tiempos de Virgilio; quizás renacentista, o barroco. El ideal, no obstante, a mi juicio se consuma, por más que intelectualmente me genera cierto rechazo, en el neoclasicismo, romanticismo y posromanticismo. Es ahí, ahí donde cristaliza con un renovado lustre todo lo antiguo. Para mí, el prototipo de lo que comento es la pintura de Alma-Tadema Safo y Alceo. ¿Acaso no revaloriza esta pintura esos fragmentos que conservamos de la poetisa lésbica a un nivel inimaginable antes de contemplarlo, independientemente de su falsedad histórica…?
En análogo sentido la sinfonía dedicada a Dafnis y Cloe, de Ravel, de la cual anteriormente puse un fragmento, plasma a mi juicio sobre la obra original toda una emocionalidad mucho más impactante. Ya dije, empero, que se trataba esto de una cuestión muy subjetiva. No en vano, el año pasado, cuando escribí delirantemente un libro de poemas a una chica que me gustaba, y que le regalé por su cumpleaños, para chocante sorpresa suya, el principal repertorio de poemas estaba ambientado en una mezcla anacrónica de Dafnis y Cloe con Safo y las lesbianas. El resto de poemas que acompañaban al dicho (excepto un puñado particularmente personales), realmente extenso, pueden encontrarlos en la publicación De la inmadurez: voltaje alterno de alta frecuencia. Nadie les asegura la más mínima calidad de aquellos escritos, aunque mi yo del momento se sintió conforme con lo que entregó a aquel amor platónico de su adolescencia.
En cuanto a ahora mismo, siento sobre mí el peso de las palabras de Jesús G. Maestro a Giacomo Leopardi a raíz de sus palabras habidas en cierta carta a su hermano: «El mundo no me parece hecho para mí». No es que yo diga eso, pero comparto con el romántico italiano el cierto grado de ociosidad que lleva a estas consideraciones, posiblemente inútiles, sobre el arte, la belleza y la soledad. Ese «con el trabajo se te quitarán las tonterías», palabras que podría decir cualquier abuelo ligera o completamente amargado, retumba no obstante sobre mí, aun a sabiendas de que nada asegura el trabajo a la tranquilidad de conciencia, especialmente en estos días que me tomo a la ligera mis estudios. ¿Para qué estudiar física y matemáticas pudiendo disfrutar de la belleza del mundo en soledad, viendo quizás una película o escuchando música…? Comparto plenamente las palabras que dirigiera el poeta al físico en la ya citada película Stalker de Tarkovsky, de la cual les dejo abajo el enlace, sobre los triángulos… los triángulos, ABC, A prima, B prima, C prima… ¡Pero yo me siento ocioso! Ni las clases particulares que imparto, ni las dos carreras que estudio me hacen quitarme ese sello identitario del cuasi-nini que dedica tiempo a «reflexionar» sobre su identidad. Y a este respecto cabe como pregunta final preguntar, inquisitiva, y no burlescamente: ¿Qué identidad percibe de sí mismo el miserable ser humano que tiene que dedicar su día entero a la mera supervivencia? La duda la planteo. Poder responderla seguramente no pudiera de no vivir en mi vida cosas que prefiriera no vivir. Y que ellos desearían que yo no viviese, con ellos… Así que allá quede, en el aire, flotando, como tantas otras palabras que aquí libero al viento, en espera quizás de poder responderla, ¿en otra vida…? ¡Ay, no, por Dios! No me hagan vivir otra vez. Me contento con mi soledad y con el disfrute de la belleza en esta vida. No me den otra. Quede la pregunta por responder. Al final quizás va a triunfar el arte por sobre la ciencia, para qué engañarnos… Y como decía hace mucho, mucho tiempo, casi sin recordarlo… Vale, amici et amicae.
PS: Disfrútenla. Y abúrranse. Es bueno para la vida.
PSS: ¿Cómo no?