Cuando no existo. Presunta loa a la procrastinación. Varios poemas inaguantables

Cuando no existo

Hay días en que no existo. Esos días nunca son los mejores días. Cuando veo asomar la sombra que sobre mí se posa y me hace invisible ante los proyectiles ajenos —que no así dejan de atravesarme de lado a lado—, la concibo como el demonio más infame que a la luz jamás pudiera velar. Cuando no existo el mundo me da vueltas y la sangre se me hiela en vida. Porque cuando no existo es difícil no perder la conciencia y desmayarse en el regazo de quien no te ve ni siente. Y cuando no existo ese derrumbe me hace caer sobre un mármol baldío e insensible. Pues cuando no existo nadie hay en el mundo que no sea indolente a las súplicas de ayuda. Por eso, cuando no existo, estoy muerto mientras vivo: porque no existen medicinas para quienes nada tienen que decir.

Sergei Rachmaninoff: Prelude in C Sharp Minor (Op. 3 No. 2)*

(Rachmaninoff escribió esta obra con diecinueve años. La historia detrás de ella es verdaderamente inquietante. Se dice que su inspiración provino de un sueño que había tenido, consistente en el estar él en un funeral, y encontrarse a una cierta distancia suya un ataúd. En el segundo 1:24 comienza a acercarse hacia el mismo, cada vez con mayor presteza. En el 2:09 lo abre y descubre que en su interior se halla su persona).

    Cuando no existo quiero que los demás desaparezcan para siempre, o que se alejen tanto como el universo lo permita; o quizá, en cambio, que todos ellos aparezcan a la vez, cerca de mí, lo más cerca posible, muy cerca… Pero cuando no existo nadie hay. Nadie. Nadie hay que me importe. Y todos me importan más que nunca antes, posiblemente porque la percepción de mi importancia se la relego a los demás. Cuando no existo ellos son importantes; yo, no. Por eso, cuando no existo, mendigo una limosna de reconocimiento para saciar la sed de una existencia que no es. Cuando no existo, de hecho, no le importo a nadie. Tampoco a mi vida. A mis dos vidas. No; porque cuando no existo la mía no es mía, es solo la otra. La del querer existir en otro. La del querer morir y reaparecer en el cuerpo y alma de otro más dichoso. Y es que, cuando no existo, la dicha no sabe de mi existencia. Ni las parcas tan siquiera reparan en mí cuando no existo: cuando no existo mi destino es silencioso al orden de las cosas. Podría existir y que nada fuera distinto. Cuando no existo nada cambia, solo los demás. Nada; solo los demás… Sí. Cuando no existo, yo me encuentro más inmóvil que una piedra. No respondo a la inercia. No respondo a la motivación. Cuando no existo, ninguna ley existe más que la que rige a los demás. Cuando no existo… Porque, cuando no existo, el caos es total dentro del no-ser. La existencia perdida en la no existencia. Solo algo da armonía a la no existencia cuando no existo: una melodía. Cuando no existo, solo una melodía, quizá triste, me acompaña. Una melodía que enjuta mis ojos, deshace mi postura, convierte a mis músculos en piedras, mi rostro en una máscara muerta de teatro, y mi pensamiento en la desesperación. Esa es la palabra: cuando no existo, siento la más atroz desesperación.

Tomaso Albinoni: Adagio for Strings and Organ in G minor

    Cuando no existo el tiempo podría consumirse como un terroncillo de azúcar en la Vía Láctea sin que me percatara lo más mínimo. Cuando no existo el espacio podría contraerse en un Agujero Negro que me consumiera, sin que me cerciorara de ello. Cuando no existo da igual la velocidad del mundo: todo da vueltas y se encuentra parado a la vez. Cuando no existo la gravedad es fuerte como Júpiter, un planeta en verdad fracasado: como Venus; como Marte; como Saturno; como Neptuno; como yo, que no existo. Ni son estrellas, ni son nada. Son como yo. No existen. No hay vida en ellos. Están muertos. Muertos. Muertos. Con un peso infernal. Una atmósfera irrespirable. Unas sacudidas que no permiten la vida. Más o menos lo mismo que cuando no existo. Sí; en verdad que, cuando no existo, todo resulta análogo a un planeta sin vida. Jamás descubierto por nadie. A ojos indiferentes de los demás, a pesar de su magnitud. Así; así, da igual la masa, el volumen, la ubicación, la majestuosidad: si no se está vivo, ¿a quién, a quién vas a importar? Exacto: justamente así es como se siente cuando no existo.

    Cuando no existo contemplo con envidia los océanos, los bosques, las montañas e incluso los desiertos de la Tierra: en ellos habita algo. En ellos existe algo más allá del dolor existencial. En ellos se cuecen las melodías primitivas pero alegres. Aquí, en cambio, cuando no existo, solo envidio. Envidio. Envidio. Envidio. Envidio a los que existen por existir, aunque su existencia sea miserable, fugaz, estúpida o maligna. Al menos, mientras yo no existen, ellos sí lo hacen. «Ojalá existir» es el único pensamiento que lo rescata a uno del estado de coma inicial. Mas la actuación acaba anegando incluso al silencio, que trata de revolverse de algún modo. Al fin y al cabo, cuando no existo, cabe la esperanza de que alguien postule la existencia del éter. Quizá, entonces, yo pueda ser el éter. Tu éter. Cuando no existo. Cuando en realidad no existo. Cuando no existo, el éter. ¿Puede haber una contradicción mayor?

Samuel Barber: Agnus Dei

    Pero entonces la relatividad se abre paso por el no existir. ¿Y si lo de no existir es relativo? Cuando no existo, quizá exista. Aunque el éter… no. De hecho, puedo existir sin pensar en existir, sino en no existir. De tal manera, igual se pueda llamar la atención de un Einstein. No existo. Lo sé. No existo. Cuando no existo conozco perfectamente que no existo. Pero los demás desconocen que yo no existo. Porque ni siquiera pueden concebirme a mí. Cuando no existo deseo hacer entender a los demás que no existo. Cuando no existo quiero que el mundo sea como la melodía del no-ser. Cuando no existo quiero que el mundo sea como la melodía que enjuta mis ojos, deshace mi postura, convierte a mis músculos en piedras, mi rostro en una máscara muerta de teatro, y mi pensamiento en la desesperación. Si todos no existiéramos, quizá yo existiría. Cuando no existo, quiero que nadie más exista. Para que los que no existimos compartamos nuestra condición. Cuando no existo quiero ver a alguien que exista aún menos que yo. Porque cuando no existo, el valor de supervivencia radica en la valoración de la existencia de los demás. De mí, ya no hay nada que perpetuar. Solo la no existencia. Mas, entonces, surge la pregunta de si acaso no pudiera el no existir poseer algo que perpetuar. Algo. Al fin y al cabo, cuando no existo, de algún modo existo, y de algún modo en que existo aún más que cuando existo. Cuando por la culpa del no existir acabo existiendo más, algo hace que vuelva a existir. Es la rueda maldita de quien, cuando no existe, se da cuenta de que prefiere no existir, viendo así su existencia fructificar; y ante ello, sin razón alguna aparente, algo induce su involuntaria existencia nuevamente. Cuando no existo, prefiero no existir. Pero cuando prefiero no existir, vuelvo a existir. Y cuando existo, solo quiero existir. Al final, nunca puedo no existir, por más que haya días en que no existo.

Johann Sebastian Bach: Toccata and Fugue in D Minor

    Cuando no existo sufro un estado de drogadicción. Cuando no existo, quizás alucino cosas. Veo a un yo que existe distinto de mí. De hecho, es reprobable moralmente. Claro: cuando no existo, el yo que existe en mí me parece centrado en la punta del iceberg de la vida. Cuando no existo, por ejemplo, el alcohol me hace recuperar mi sobriedad respecto de mi existencia ebria. Ebria de obligaciones absurdas por personas asimismo absurdas en situaciones absurdas que importan absurdamente a uno y que buscamos mostrar de forma absurda porque nuestra existencia es absurda y necesitamos encubrir su absurdez. Cuando sí existo, siempre creo padecer momentos de tremenda lucidez mental: epifanías valientemente defendidas y tornadas en efemérides olvidadas al día por la insulsez de quien existe solamente por mor de existir. En cambio, cuando no existo, nada hay que pase por mi mente realmente. Todo resulta una película impersonal y totalmente ajena al discurrir del no existir. Por algo, cuando no existo, me encuentro en un mundo distinto a cuando sí existo.

Georg Friedrich Händel: Sarabande

    Cuando no existo llego a veces a sufrir por no existir y envidiar a los que sí lo hacen y genuinamente, cada día de su vida; sin embargo, a veces, también, cuando no existo, me separo de ellos y los agrupo bajo el lema de la desdicha. Al fin y al cabo, la desdicha existe, y, ellos, también. Como se ve, los infelices y los que existen tienen mucho en común. Pero, cuando yo no existo, no. Solo supone un efímero estado de transición aquel nudo del no existir, formado para ahorcar las vísceras de uno, aquel corazón empalado, aquel cuerpo desangrándose, aquella fatiga primera, aquella hipotermia que retumba en el alma como un eco empero infatigable de 140 decibelios. Mas después… después… después viene el engaño. Entremedias hay un valle. Un valle de gracias y creencia de sabiduría. Entonces, cuando no existo, no pienso; medito, camino por la calle sin reparar en nadie. Entonces, cuando no existo, no me importa ni siquiera el motivo por el que no existo, aquel demonio del eterno retorno, cada día, cada noche, a todas horas; de hecho, entonces, cuando no existo, percibo a aquel demonio lejos, aunque no me siento especialmente seguro. Digo que nunca más se me posará, y que, si lo hace, me dará igual. Pero entonces, cuando poco a poco vuelvo a existir, vuelvo a tornar a la película en un hecho personal: una función por mí representada. Y los papeles de los demás se recolocan. Y el diablo vuelve con su trino a azotar los dones de la paz interior. Así es como, cuando no existo, vuelvo a existir.

Giuseppe Tartini: Sonata For Violin And Continuo in G Minor, B. g5 – «Il trillo del diavolo»
(La historia de Tartini respecto de esta obra es relativamente célebre. Se dice que el violinista italiano tuvo un sueño en que se le presentó el diablo con un violín, quien tocó para él la melodía más hermosa que jamás hubiera escuchado. Al despertar, Tartini procuró recordarla, mas el resultado al que llegó fue, a su juicio, y en comparación, sustancialmente mediocre. Con todo, Tartini murió con la certeza de que esta fue su obra maestra, aun a pesar de ser tanto peor que la del diablo. Desde luego que supo venderla bien).

Presunta loa a la procrastinación

Es una mierda querer saber cosas. Para mañana, tantos puntos. Sin embargo, al mediodía desvíome y del estudio de física nuclear desemboco en sus antípodas. Quizá prefiero escribir un poema sobre la polvorienta brisa que convierte a esta, mi avenida, en un barranco cuasi marciano; o acabo encontrando el nombre de algún libro que jamás podré leer porque, cuando ese momento llegue, preferiré profundizar en la historia de la etimología de palabras como «sicalíptico» —del griego antiguo σῦκον (sỹkon, «higo, vulva») y el ἀλειπτικός masajeador (aleiptikós)—; o igual me vea masajeando yo mismo nada parecido a la página del susodicho libro de física; o, por qué no, acabaría en algún vídeo chorra en que Juan Ramón Rallo «destruyera» la estúpida opinión de algún periodista; o también podría acabar jugando enfermizamente mil partidas de ajedrez, o leyendo unas páginas del Teeteto para no volver a revisarlas nunca más, como asimismo quedarme embelesado frente al discurrir automovilístico, por no decir acudir a tocar el piano no más de diez minutos, para no volver a hacerlo en semanas. Y cuando a ello me dispusiera con mayor disciplina, preferir, por qué no, estudiar física nuclear. Y cuando física nuclear, el piano. Y cuando el piano, física nuclear. De este modo, cuando estudiando griego o conversando con alguien o babeando detrás de otra reste un día, la misma noche habré de suprimir horas de sueño por suplir las que teóricamente fueran mis responsabilidades. La verdad: es una mierda querer saber cosas. Es mejor, tremendamente mejor, estudiar las cosas por mera inercia y voluntad de querer avanzar lúdicamente, como si de una yincana (voz proveniente del hindi, por cierto) su vida académica (y su vida misma) se tratase: un ludismo perpetuo que, sin embargo, es más compatible con el mundo de la responsabilidad que el juego del querer saber. Porque sí, señores, es lo que estoy haciendo: equiparar el deseo de aprendizaje y la eterna procrastinación de las responsabilidades; la presencia en el momento del caos vital del desear dejarse apasionar por algo. Aunque no se lo entienda. Siempre amanece el interés de allí donde se deja para después todo lo demás.

Igor Stravinsky: Le sacre du printemps

    Es una mierda ser un puñetero vago. Es una cosa espantosa. No se tiene voluntad para nada. Ni para salir de la cama. Ni para escribir cuando se quiere escribir, y no leer, y no leer cuando se quiere leer, y no escribir. Sin embargo, si no fuera por la vaguedad no seríamos distintos a las máquinas. Pardiez, que la planificación de nuestras vidas la facilitan, es cierto, mas la consumen en un movimiento en exceso periódico (de περιοδικός, algo así como camino circular; lo cual es curioso. Los griegos siempre equiparaban la eternidad al círculo, como si cualquier figura plana cerrada no pudiera de igual manera expresar dicha idea. Y, sin embargo, dicha perfección asociada al círculo se ha visto trasladada al campo de la física satisfactoriamente —aunque algunos de ellos rían, desconozco el motivo, ante la presunta ingenuidad de los griegos de valorar las cosas por ese tipo de cuestiones; y bien, ¿acaso ellos pueden explicar por qué es así, metafísicamente, que en las tres dimensiones y en las dos dimensiones respectivamente son la esfera y la circunferencia las figuras más relevantes, siendo el motivo último por qué las líneas rectas suponen el trayecto menor entre dos puntos, y respecto de un punto los frentes perpendiculares, en consecuencia, correspondiéndose con esferas y circunferencias?—. Por el sentido que rige todo cuanto en ella tiene lugar: las fuerzas. Las fuerzas y la circularidad… ¡Ay!, si es que parezco Letamendi —pues lo mismo bien se pudiera decir de la linealidad y la ley de inercia—).

Sergei Rachmaninoff: Piano Concerto No. 2 Op.18

    Aquí mismo acaban de tener un ejemplo. Podría haberme regido por el estúpido criterio de la coherencia en lo expuesto. Por poco se podría decir que no cumplo con dicho requisito. Y se me dirá que el no hacerlo supone un ejercicio de vaguedad. Y es cierto. Es cierto. Y es una mierda. Pero es mi mierda. Y creo que de ella se extrae más, mucho más que de la estructuración ajena a la improvisación y al dinamismo vago y procrastinador. Igual a esto no se aplique con la exactitud con que a ello deseo referirme respecto del uso del tiempo, mas en verdad considero que una sistematización destacable es encomiable por su capacidad analítica, mas también la asistematicidad y el vaivén constante en las concepciones respecto de lo que las cosas son se me figuran en extremo necesarias. Al fin y al cabo, la cosa pasa por ni ser en exceso sistemático, ni en exceso asistemático. Cuestión, por cierto, que, aunque evidente, ha preocupado tanto a autores como Ortega o Bueno como a Descartes preocupó si nosotros éramos una cosa que existe, en vez de adentrarse en las cuestiones de verdadero interés. Con todo, no he leído a Descartes, ni pienso hacerlo con presteza, pues antes me ocurriría comprar sus obras completas y que acabaran empolvándose mientras leyera yo alguna de las amarillentas sicalípticas o jugara con las cómo no también desempolvadas piezas de ajedrez.

    Es por esta clase de motivos que nunca he terminado de escribir nada de lo que me he propuesto, y por lo que llevo, desde la lectura del Quijote hace más de un año, sin leer nada que supere las quinientas páginas más allá de su mitad o el mero comienzo. No obstante, en la no lectura y escritura de nada de ello se previó la de los siguientes, postergándose ad infinitum la de los ya comprados o planeados, en una compra compulsiva de libros para el primer caso, y de ideas meses después consideradas insulsas para el segundo. No es tampoco extraño que, en estas situaciones, mientras escuche cualesquiera piezas clásicas de que gusto, deje lo que iba haciendo para pararme a escucharla, y que al segundo de comenzar a hacerlo acabe pensando en algo o alguien, y acabe desmotivándome y por ello acudiendo a escribir mi diario, para que cuando al hacerlo prefiera volver a lo que en un inicio me encontraba haciendo y… Ya ven ustedes, de igual manera que son estas estructuras textuales que aquí pueden encontrar, alocadas, desfiguradas y en modo bucle, podríamos llegar a considerar, tienen lugar los eventos de mi vida. Al fin y al cabo, no somos lo que escribimos, sino que escribimos lo que somos.

Arnold Schoenberg: Verklärte Nacht

    Pero, en fin, que todavía de esta loa nada dije positivo de la procrastinación. Quizá esté procrastinando el decir algo de ella. Quizá no lo diga nunca, de hecho, por ser consciente de que nada hay que se pueda decir. De hecho, es así, de tal manera, nada se puede decir de la procrastinación que no se sepa. Mas porque nadie más como yo reviva el espíritu del querer suprimirla como si de otros diablos que más deberían preocuparnos se tratara, les digo que es la procrastinación buena parte de la esencia del aprender, pues la eliminación de la estructuración convencional, en pro de un mayor caos en función de lo que toque, será lo que precisamente nos conduzca a un conocimiento de un carácter asimismo menos convencional. O una mezcla más sugerente. O quizá menos. Pero, igualmente, hay que probar. Quizá hagamos de tal manera un esfuerzo por los demás. Quizá por la procrastinación fallemos nosotros, como falla a menudo la aparición de mutaciones en los seres vivos; sin embargo, si nadie nunca toma un cauce diferente del de los demás a la hora de aprender… Claro que podrá decírseme que nada tiene ello que ver con la procrastinación, que la decisión de qué hacer y ceñirse a ello aunque sean cuestiones apartadas de lo común no tienen relación en un sentido positivo con el hecho de que se sea procrastinador. Pero a veces la intuición, y no ninguna otra forma de argumento posible, me induce creer que, en efecto, de allí surge la mayor de las inspiraciones y el mayor espíritu crítico, precisamente al ser uno consciente de la vastedad de lo que se puede saber y las nimias posibilidades del ser humano para lograr hacerlo: ante la impotencia de la voluntad que, en el caso contrafactual, el frenético y subyugado al intelecto (en terminología voluntarista), casi querría ascender a las nubes para creer entender la realidad. Aunque hasta las más eficaces alas acaban por caer.

Johann Sebastian Bach: Harpsichord Concerto No.1 in D Minor BWV 1052

Varios poemas inaguantables

El sol amiantado

Un cristal hay,
de los de la ventana rota,
encajado entre mis pulmones.
Sentirlo puedo
cada vez que lloran
su sangre admiradora
de la bondad del otro.
Al inicio el moverse
desangra alegría,
pedantería,
e ingenuidad.
Tras el inhalar hambriento,
persecutor de una esperanza,
deshace el respirar
y lo torna quedamente
en ahogo virulento.
Dos soles podridos
busco ver,
donde solo mis bronquios
escupen su sangre.
Y dos sonrisas falsas,
donde solo mi tráquea
se consume en su horca.
Y dos animales muertos,
donde solo mi pecho roído
enferma en su tímido vuelo.
¡Cuán siniestro asbesto
copa la admiración
que en mi persona mora!
Y cuán soleado día
recuerdo
el arrojar tus piedras a la ventana,
y romperla tan dulcemente,
sin que advirtiera el cristal
que desde entonces,
día a día,
mataría
la dulzura
que solo ahora en los otros
puedo admirar.
Me has hecho,
¡oh, yo tan querido,
en mi paranoia!,
un enfermo vicario
del Sol uralítico
que en verdad viven los demás.
Me has hecho,
¡oh, único en el mundo
que creía velar por mí!,
una víctima
de la putrefacción vírica
del amar.
Me has hecho
envidiar
lo que Zeus a Aurora
hiciera desatender en su palacio;
me has hecho incluso
desear la vejez y la muerte
ante la fortaleza
de este sistema
que me mantiene en vela
luchando contra las fibras
intrincadamente hundidas
en mi interior.
Ojalá jamás haber trabajado
en semejante fábrica;
y ojalá poder no ver
en cada esquina nunca más
ese veneno del eterno doler.

En vano

El azahar me evoca
tus purpúreos oros reflejándose
en los ojos llorosos del tiempo.
Mi acompañante
tierno y traidor,
espejo periódico
de aquellos gestos tuyos,
de aquellas sonrisas e iras,
ya imaginadas,
ya tan reales como tu dibujo;
del asimismo lila rozarte,
siempre, siempre soñado.
Hoy el estanque violeta
huele a nuestra muerte.
Seremos viejos,
como los hilos
de tu acompañante y el mío.
Y su fusión tan esperada
eco será solo
de un pasado deshecho,
falso engaño del no fue en vano.
Mas lo es.
Y llorado.
Llorado como tus argentinos zarcillos:
aquellos a los que nunca pude
amarrar mi vida
en disfrute del difunto aroma
de tus purpúreos oros.
Porque aunque un día
el cielo de tus arcos beber tolere
las fuentes de la morada diosa,
nada,
nada,
nada será el pasado,
y lo vano será vano,
como el traidor de tus purpúreos oros.

Y ahora un par de poemas de Luis Cernuda, que exceden en demasía el cómo podría haber jamás expresado yo la naturaleza de mi amor de este último año por ella…; ella, ella, la de los purpúreos oros. ¡Qué amor…! ¡Qué amor ese, sí! Uno que ni yo mismo soporto. Un amor de mierda. Un amor de mierda basado en el más abominable genio natural, egoísta y desdeñoso. Pero nada hay ya que se pueda hacer. Soy yo, y no tú, desde luego, culpable de mis actos, que por lo demás nunca dejaron de ser huecas palabras. Porque los amores que más merecen el calificativo de «mierdosos» son los amores basados en la palabra. ¡Menudo amor de mierda…! ¡Perdón, perdón, aunque a ti no te importe un ápice lo que yo pueda decirte…!

Sombra de mí

Bien sé yo que esta imagen
Fija siempre en la mente
No eres tú, sino sombra
Del amor que en mí existe
Antes que el tiempo acabe.

Mi amor así visible me pareces,
Por mí dotado de esa gracia misma
Que me hace sufrir, llorar, desesperarme
De todo a veces, mientras otras
Me levanta hasta el cielo en nuestra vida,
Sintiendo las dulzuras que se guardan
Sólo a los elegidos tras el mundo.

Y aunque conozco eso, luego pienso
Que sin ti, sin el raro
Pretexto que me diste,
Mi amor, que afuera está con su ternura,
Allá dentro de mí hoy seguiría
Dormido todavía y a la espera
De alguien que, a su llamada,
Le hiciera al fin latir gozosamente.

Entonces te doy gracias y te digo:
Para esto vine al mundo, y a esperarte;
Para vivir por ti, como tú vives
Por mí, aunque no lo sepas,
Por este amor tan hondo que te tengo.

Luis Cernuda

Precio de un cuerpo

Cuando algún cuerpo hermoso,
Como el tuyo, nos lleva
Tras de sí, él mismo no comprende,
Sólo el amante y el amor lo saben.
(Amor, terror de soledad humana.)

Esta humillante servidumbre,
Necesidad de gastar la ternura
En un ser que llenamos
Con nuestro pensamiento,
Vivo de nuestra vida.

Él da el motivo,
Lo diste tú; porque tú existes
Afuera como sombra de algo,
Una sombra perfecta
De aquel afán, que es del amante, mío.

Si yo te hablase
Cómo el amor depara
Su razón al vivir y su locura,
Tú no comprenderías.
Por eso nada digo.

La hermosura, inconsciente
De su propia celada, cobró la presa
Y sigue. Así, por cada instante
De goce, el precio está pagado:
Este infierno de angustia y de deseo.

Luis Cernuda

Y ahora de nuevo un servidor, situándome en un plano horizontal a Cernuda como si pudiera en lo más mínimo compararme con él. ¡Tamaño despropósito!

La enfermedad

Una peste se conoce
cuya mitomanía
en los honrados relojes
procura inocular.
Ignorante de lo infecto
ante una indefensión desbórdase
este alma que con ellos
pactó el engañoso plazo.
Y ahora que lo almendrado
yace recostado
en un lecho lejano,
solo a las palomas debido,
las flores blancas se marchitan
sobre el cristal de su tiempo.
¡Oh, querida!,
así,
así habrá sido todo,
como una broma de mal gusto
los días de primavera.
Así por la enfermedad
que enjuta la última esperanza
del sobrevivir.
¡Oh!, cómo soportarlo,
cómo,
¡cómo, si me habéis traicionado!:
El reloj, la paloma, el almendro;
el plazo, la primavera, el cristal;
el lecho, la enfermedad, y tú,
todos, que adolecéis
de la misma falsedad.

¿Adónde viaja la paloma?

Adónde viaja la paloma.
Es la pregunta
que la línea en vela
aturde
lo que creía superior
a esta lanza derritiente.
Una vez la respuesta
creí ver
en las súplicas de un amigo.
Mas ni la palabra es digna ya
de elogios ajenos
que a mí me importen.
La paloma no vino,
y quizás no vuelva nunca.
Solo vuela de aquí a allá
en la soledad del engaño
y de la espera.
Y sus alas incluso
se maquillan
del fragor intempestivo del camino.
¿Por qué en vez de eso
no descansa junto a mí?
¿Por qué su vuelo no emprende
en la estación cristiana?
¿Acaso la paz no busca,
sino solo el fornicar salvaje?
¿O ve en cambio en esta línea
una jaula entre mis brazos?
¡Y si descansara un poco,
las afirmaciones que me matan
cuando las velas y gemidos,
y así no encubriera
sus ojos verdaderos!
No, porque quizá sea solo
que la súplica fuera objeto
de una mentira mía;
o quizás por el contrario
una estratagema prieta
contra el albo vuelo mío.
O quizás su mirada siempre fuera
ese bermejo goteo
del cianuro entre las líneas.
Y allí yo solo veo
cómo va la paloma;
y preveo su caída
en envidiosa desdicha,
odiándome a mí mismo
por buscar la recogida.
Pero, gracias a Dios,
jamás ocurrirá,
manteniéndose el tormento
de la pregunta cuya respuesta
se mantendrá en la penumbra:
¿Adónde viaja la paloma?

¿Y por qué cojones escribo tan mal? ¿Importa acaso si lo que hago es expresar lo que me venga en gana? La ortografía. ¡Joder! Mal, muy mal, porque da igual, da igual escribir así. Yo no vivo para escribir bien, mamones: no les exijo que les guste lo que escribo como ustedes no deberían exigirme que escribiera mejor de lo que escribo. Ah, claro, es cierto, mis palabras son un grito al vacío: ustedes no exigen nada porque ustedes no existen. Las preposiciones. Aunque cierta vez alguien quizás caiga, caiga acá, allá, acullá, o donde coño quiera mi teclado que para entonces haya sobrevivido al paso del tiempo con las adolescentes ganas de seguir escribiendo. La gramática. ¡Me das igual! No, en realidad, no. El lenguaje. Alguno me diría que no estoy yo demasiado bien conmigo mismo, ¡ja! Pues por eso, por eso escribo:

Por eso escribo

¿Por qué te escribí cierta vez
un poema,
cerdo depravado?
¡Asco,
como los mejillones con orín barnizados,
cual alcantarillas una borrasca otoñal!
(¿Y a ti?
¡Y a ti!).
Sí.
Siempre será que tu recalcitrante lengua
de otrora recuerde el jardín de Eva,
en olvido de la mía tan crecida sensatez,
como tu insoportable velocidad angular
te haga caer fulminado
en el barranco sudoroso del duelo bárbaro.
Sí.
Y así me alegro infinitamente
de que tu fantasma telúrico
se frote en terremotos baldíos,
deseosos de sus indestructibles cadenas:
como Ícaro acabaste,
ante el rosado trono
del dogmático cielo.
Sí,
como yo,
como yo,
como yo,
demonio al que se le arrebata
el gusto,
arrástrate en las mazmorras
en que faltan el pan y la carne.
¡Ja!, como yo,
sí:
¡Pero con la diferencia!
Yo huelo la taza
que de cacao caliente grita
la meditación de un alma agotada,
en cuanto de ti
la sierra aflora rodando
en arrastre de lo que sus puntas,
como el corazón suyo,
rocen con el cuerpo.
Pero solo, solo serán
las de un cuerpo corrupto
meneando su fuego como un triste
y zombificado gusano.
No.
¡Cómo cojones iba yo
a estar contigo,
del lado de las pegajosas uvas!
Los demonios no comparten
su destino
con humano alguno.
Su putrefacción, como la tuya, taladra
tan a fondo la paciencia de las personas
que ni las sirenas querrían
más de unos caninos sarnosos
abrazar de tu reloj, futuramente condenado
a doblegarse lánguidamente en la mina.
Entretanto,
fúguese el excusado odio
cuyo baile la punta de mi lengua callada
sazona en ondas siempre al acecho
de la inteligencia ajena.
Que lo sepas, eterno extranjero
de la patria calmada.
Que lo sepas.

La ordinariez

Yo no quiero
la babosa al suelo húmedo aferrada,
cuyo solo alimento es
el tubérculo del famélico tragar;
ni la aurícula desempleada
ante el murmurar basto
que solo las lentes emplea
en la refracción de lo insaciable.
Yo aspiro,
aunque vanamente,
a la bolsa de plástico ancestral
en su evaporación de la nueva América.
No a la punta que solo el cereal
busca sofocar en sus noches extraviadas.
No al cantar infantil que solo la voz
ronca de bombardeos y Pestes
puede gemir en infernal volumen.
No, no quiero
solo la fosa común del invernadero tan caliente:
yo aspiro,
aunque vanamente,
al ciclo completo de soles y lunas,
cuando no viciadas por el ajetreo
de las puertas colapsadas en aquella sordidez,
inaudita como tracciones catenarias,
siempre morada aunque aferrada
al vaivén de las cuevas de hace un año.
Yo no quiero
a la melodía desprovista de su esencia,
restando la flácida piel con el destruir ocioso.
Que caiga, que caiga
como caen las lágrimas de Dios.
Que la estación amarga
inunde las rías gallegas
en los siniestros sollozos
de quien arrastra su suerte a la babosa
de centurias ya probadas.
Pero a mí no me arrastren con ella:
déjenme restar,
aunque vanamente,
en la espera incalculable de la mecánica escalera,
donde cante no ya solo la muerte
de una alma joven trastocada por desdichas;
donde baile ya no solo la muerte
de una alma joven ceñida al voltio insecticida;
donde toque ya no solo la muerte
de una alma joven, cabeza de la cabaña ganadera;
donde al fin agarrar el Ministerio
fuera posible con trabajadoras manos,
sucias de carbón y asfalto,
mas no solo de humedad y hambruna
como el metal incandescente,
emperador de la mediocre banalidad.

PD: No tiene sentido que lean estas entradas sin escuchar la música que en ella aparece en el momento adecuado. Es la esencia de estos textos, dado que de algún modo es menester dotar de algo de maestría a lo que os presento, y si lo de mi cosecha es un mojón, disfruten lo que de lo poco que les ofrezco al menos no lo es, a saber, lo de la ajena.

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