Yo también te observo desde uno de esos salientes rectangulares, jardines de ladrillo colgantes de nuestros días, casi estalactitas del enjambre de bloques que todo lo copan. Cuadrangulares, siempre funcionales, de matices sin embargo distintos, pienso en la mente de los arquitectos e ingenieros que los proyectaron en su mente y en el papel, previsores de su aburrido y a la vez provocativo, a ojos de cualquier nacido antes de los años 30, cemento, aunque, se les ve, procurando implementar alguna mínima diferencia, no sé bajo qué consideración (sin duda no la belleza, entiendo); podrían ser todos del mismo color, pero no lo son, estos los han pintado de amarillo y rojo, esos, de blanco y rojo, aquellos, de blanco y amarillo, los otros de naranja, alguno tiene un toque de verde, muy rara vez tienen algo de azul. Uno implementa rayas, como esta estría desde la que te veo caminar por esa (ancha) acera, no como en otros países mediterráneos; otro implementa alguna suerte de bicolor no rayado, sino solo colmando ventanas o techumbre; otro visualizaría en su mente alzar un bloque solo y exclusivamente de ladrillos claros, por qué no: uno más, siendo tu obra, no es artística, es funcional (me pregunto por qué no hacerlos todos iguales, entonces, a la soviética manera). No los describiría como mucho más alegres que los estalinistas, pero sin duda sí más horteras. En la ciudad rusa, ucraniana, polaca, se respira un aire de seriedad, de enjutez mental, de concepción poco trabajada de la vida, como la del comunista craso. Se observa una idea industrial del edificio, aunque más cercano a Le Corbusier; aquí Le Corbusier se indianiza mucho más que en Chandigarh, adquiere una acusada dimensión hortera, de droga alucinógena, el festivo gitano, estereotipo del español que vive, ventilador en mano, puerta que se cae, bloque nefasto, sonrisa maltrecha, mas sonrisa. Yo broto de uno de esos minúsculos ojos, las ventanas; sin iris, sin pupila, solo esclerótica, pacientes del placer del flujo automovilístico: ¿todo ello entraba en los malsanos, posiblemente perturbados planes del arquitecto, del aparejador? ¿Esa impresión de circo borracho, a la par que contrastante con la más ajustada angularidad? Algunas calles parecen un cuchillo, especialmente cuando el bloque es blanco. (Los colores de la hormigonera te hacen reír, pero cuidado que no te atropelle). O esos pequeños bloquecillos de los 60 que hay por doquier, de 3 o 4 plantas, Instituto Nacional de la Vivienda; son graciosos, pero afilados, como digo. (Pueden atravesar a la familia que lo habita. Como a un cuerpo). Como quien ve ahora un castillo medieval. Bueno. Gracioso. Los bloquecillos estos son las murallas del franquismo, frente al polvo de lo circundante, “el fin del mundo”. Por supuesto, los servicios sociales llegaban 20 años después. Lo primero son las murallas. Cortantes. Pero simpáticas. Como muchas mujeres.
Ya te fuiste caminando, la avenida no es tan larga como para seguir mirándote. Alguna hay larga, pero de tiempos viejos. En Alcalá de Henares. O en Madrid. Pero aquí no. Y no por densidad arbórea, precisamente, sino porque en la monotonía del bloque irrumpe un extraño caos que no lo deja mirar a uno muy lejos, aun teniendo visibilidad de varios kilómetros. Recuerda a la idea que uno tiene de Marruecos, miopía, ahora sí, en perfil, ajeno a las formas concretas del bloque. Ya dan igual las calles, volvemos al ideal romántico. Quizás no sea tan distinta España a como quería el que, a diferencia de lo que dije, y nacido antes de los 30, la visitaba no procurando encontrar nada que lo escandalizase. En el enjambre de lo concreto brutalista en realidad hay una increíble continuidad con respecto al pueblecito blanco colgado en la montaña. Al menos en esta ciudad. Ciertamente, no sé a qué quiero llegar. A dónde quiero llegar. La ciudad española simplemente invita a dar vueltas. A circunvalarla una y otra vez, en bus, en tren, en coche, en bici, andando. Ver una y otra vez esas farolas con orín de perro, contenedores quemados desde hace 10 años aún sin limpiar, la insalubridad de la esquina cortante y las botellas rotas usadas como alambre de espino, todo en el baile del higienismo extremo de los bloquecitos franquistas en el polvo, o de los edificios públicos que los subsiguen. (Ya no hay polvo, sino flujo del alquitrán, de hecho es el principal agente del paisaje visual y sonoro). Otro día hablaremos de las personas de esta ciudad, también.
