Si, de alguna manera, la esencia de cada cosa surge como la «perfección» de un movimiento, como sugiriera Yāska al explicar la existencia de los sustantivos a partir del aspecto perfectivo (mūrta) de los verbos, cabe concebir la inercia del mundo —en tanto que cada esencia es cual siempre que retiene algo no mudable, no accidental— como un aspecto consumado de su movimiento. Es de hecho elemental que sin movimiento no puede haber inercia. En efecto, el concepto de masa carecería de sentido en mecánica newtoniana si la velocidad relativa entre todos los cuerpos del universo fuera nula (sin posible intercambio de momentum entre las partículas no existirían fuerzas ni aceleraciones, ergo toda noción de masa sería inconcebible). Así, la trenza conformada por el par movimiento-persistencia supone una red necesaria para el sostenimiento de lo real; al menos, si estamos por creer en la gramática de Yāska o en la mecánica clásica (hecho no obligatorio, e incluso inconveniente, hubiera de admitirse), no es posible imaginar un mundo constituido de elementos fijos, ya sea en su vertiente de la no existencia del verbo, ya lo sea en la de imaginar un puñado de masas inertes y paralíticas. Yendo más allá, movimiento no se opone a persistencia, y de hecho movimiento es persistencia: a mayor es la velocidad, mayor es la masa ergo la inercia de un cuerpo (según se desprende de la teoría de la relatividad especial). Asimismo, a mayor acción en el mundo, mayor número de hechos consumados, «perfectos» en el sentido más latino, ergo mayor número de esencias: al final, el movimiento y la persistencia parecen solo ser caras de una misma moneda, manifiesta a nuestros ojos de maneras contrapuestas. Esto no es nada especial. En todo cuanto conocemos, la vida interpreta como esencialmente diferentes realidades que en otros planos son idénticas. A veces, basta con un mísero ejercicio de abstracción. Otras es necesario elevarnos o reducirnos a planos físicos de diferente envergadura, cual cuando pensamos en la indistinguible composición física de un veneno y su cura. Será que, también, el movimiento y el reposo se distinguen solo en su estructura, como atestigua vagamente la primera ley de Newton. Segundo tras segundo, minuto tras minuto, hora tras hora, el astronauta que desprendido de su nave recorre el cuasi-vacío en espera de su muerte, se acuerda de Aristóteles: «no; no por moverme hay nadie que me mueva».
Así también, no por hacer, no por sumar actividad tras actividad a tu vida, ha ido siempre alguien dándote empujoncitos para que te movieras; pues muchos, demasiados ratos vagaste de actividad en actividad como el astronauta en el espacio: carente del control de su inercia. —Y a la vez, él se acuerda de Galileo: «Y pensar que en realidad no me muevo…»—. Como tú tampoco, en otro año de arrastre inercial, en que todo lo sustantivo vino del verbo (¿no?) imperfectivo (bhāva), sin embargo con al acabar una sensación de «es que empezaba cuando…». Porque sí, es cierto: a mayor es la velocidad de un cuerpo, mayor es su inercia. Quizás sea este el significado de Samsara. Quizás por eso Nirvana se equipare tanto a muerte, a vacío: al mundo de masas fijas y paralíticas de tan difícil existencia… Quizás, sí, aunque me cuesta ver que nuestra propia percepción no haya alterado también esto último, pues es evidente que Newton, como bien se señala en Caos y orden, era presa de su propio tiempo, un Antiguo Régimen en que difícilmente podría comprenderse la naturaleza de espaldas a la organización de la sociedad: la masa a modo de súbdito ante la orden impuesta por la fuerza. (Y la fuerza como la tasa de variación de la masa por su velocidad, i.e., a mayor cambio queremos imprimir sobre las masas, mayor fuerza hemos de ejercer. Una definición tautológica donde las haya, aunque útil). Tal cambio se opone al cambio, sin embargo, y aunque no lo contemple la física no relativista, con mayor fuerza a mayor sea la velocidad del objeto: a mayor es la velocidad de un cuerpo, mayor es su inercia…
Dinámica
¡Oh, partícula masiva!, bien que no se quiera, si se es acelerado por las atormentadoras fuerzas electromagnéticas, forzados nos vemos a seguir acrecentando más y más nuestra inercia. Distorsiones en la mecánica clásica, absorciones no acotadas de energía, rupturas en las nociones absolutas de espacio y tiempo, radiaciones infrahumanas se manifestarán y aumentará el pensamiento de escapar a todo ello. Temiendo partir, se siente gran atracción por el lugar de refugio, donde la realidad asume un cuerpo ameno y predecible. Inercias infinitas nos opondrán a todo cambio porque, sin duda, los espíritus de la relatividad especial posarán sobre nosotros una resistencia incalculable a las dolorosas exigencias del señor. Pero, incluso así, la Iluminación es posible…, porque existen partículas sin masa…
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¡Oh, partícula no masiva que por nosotros te reencarnas en el mundo del Absoluto, donde no hay velocidades relativas entre los cuerpos más que por la ti dada, invariación en el vacío donde solo la curvatura de nosotros, tus súbditos, modula mínimos condicionantes sobre tu postura! ¡Oh, fotón que como el loto surges del inicio del Universo, venido al océano de sufrimiento para iluminarnos con tu infinita sabiduría! Ente no inercial, luz libre de ataduras, Nirvana trascendente al tiempo y el espacio solo por ellos curvado, solo por nosotros curvado para el beneficio de todas las masas, eterna Bodhicitta que permite de todos los seres!, ¿qué sería del mundo sin la luz, sin la transversal fuente de sabiduría que es cada indefinida perturbación electromagnética: cada radio, cada infrarrojo, cada visible, cada ultravioleta, cada rayo cósmico, cada microonda…?
Grabados de luz
— A ver, a ver, comparemos caras: vaya chasco, pensaba que estaríamos más a la par. Tengo el pelo demasiado corto, además está feo, desajustado, parece una pirámide. Ojalá tener el pelo negro, tenerlo liso, casi sería como ese actor.
— Todos se van a reír.
— Todos me van a admirar. Me van a envidiar.
— Van a pensar que soy un rarete.
— Van a desearme. Le voy a demostrar que ese «no me pone nada» va a agotarse tan pronto como en esta habitación a la luz de las velas… Mira, voy a hacer que salgan las velas.
— En el fondo me gustaría tener el pelo corto.
— Me arrepiento, pero no puedo dejar de hacerlo. Déjame, déjame que grabe, que me grabe hasta la última arruga que después pueda borrar.
— A ver, a ver, comparemos caras: ¡por qué elegí esta, si aquí salía mucho más guapo! Qué feo, qué desajustado, parezco una pirámide.
— ¿Un rompebragas de qué, chaval?
Coños
Envidia, ¡envidia! Envidia literaria, envidia literal, envidia lateral, envidia profunda y envidia de la lit; envidia como envidia de la que envidia, a saber, la envidia lechosa o de la leche, aunque envidia deja de ser si la envidiosa es envidiada. La envidia más tonta de un locus envidiado, envidia poética del ¿cómo describiría un poeta la ausencia de envidia? La envidia de un envidiable cunnilingus, divertido latinismo de higos y flautistas. O también la envidia sicalíptica de un libro, ¡qué maestría, qué calvicie y pelambrera en unión tan precisa! Cuando Tierra y Sol uno solo en la envidia del (tu) coño, siempre motivo de un tercio de la desdicha humana, como predijera el Buda. Envidia frontal, trasera y generatriz: poderosa envidia, jugosa envidia, melosa envidia y desdicha, solo del (tu) gatito(s).
¿Por un tío…?
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Conos de luz
Hola. Hoy de camino al cine la sensación fue extraña: sentí que al estar malo mi necesidad de un abrazo era como dos periódicos. De veras, creo que no me había dado cuenta de que el liberalismo, la economía, son en realidad esos vídeos que te saltan entre sueño y sueño: «What they love is…». ¡Pero no me importa!, sí, no me importa, a mí solo me importaba ese té moruno frente a la estación, o también frente al museo. ¡Oh, el museo! Entonces, a lo que iba, me acordaba del museo y de la fuente. A veces extraño la belleza y entro a XTB, que es de vikingos, nunca de putas. Me atrevería que es lo contrario a irse de putas, de hecho. Total, que esta úlcera me hace extrañar la Valentía, pero no como yo pensaba. De veras creía que los conos de luz no eran más que eso, parte de un libro, Ibiza rompiéndolas, pero en el bus ayer me di cuenta de que no: solo necesito ese cuerpo, ese, ese cuerpo, ese cuerpo. Esa generalidad que necesito, que es necesidad, que es urgencia. Que es generalidad como el calor aterciopelado. ¿Pero sabes lo que me pasó al comer? Que estuve escuchando a Rodrigo y me dijo que era la hora en que destaparme, en que afrontar esas caritas tan monas que se reflejan entre cada árbol, esos balcones de la Guerra Civil que tanto huelen a choto. Pero no va en coña: necesito, necesito, pues la palabra «amor» viene de la palabra en latín «amor». Su etimología es que muere si paramos en el siguiente paradigma, o eso dicen en Chile.
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Amar de verdad
No hablaré en nombre de nadie más, pero en mi soledad recalcitrante me di cuenta de que solo buscaba excusas para no amar de forma genuina. Escribiendo poesía, me autoengañaba respecto de qué estaba dispuesto a ofrecer a otros realmente. Un regalo envenenado que en realidad hice a mí mismo, a saber, una forma de invitar a mi yo futuro a despreciar a mi yo pasado. Todo se basa, de hecho en eso: siempre que no procure convertir en perfecto a mi yo futuro, me dedico a destruir a mi yo pasado. Lo hundo en Samsara o en un delirio poético aparentemente elevado pero que sé que solo pudiera conducir, en una explotación delirante de sus consecuencias, al suicidio. Y ya no es sabotaje a mi yo presente para recordarlo como desastroso, sino sabotaje de mis propias posibilidades de amar, pues ni me doy la oportunidad de amar, ni de ser amado. Emulando el presunto desparpajo de quien vive lo que no vivo, simulo no requerir ese abrazo de dos periódicos entre las almohadas, pero lo anhelo no menos que el museo, que el museo y no solo Ibiza… La envidia es tal en tanto que se le suma a su arrepentimiento la certeza de no estar amando, sino ejerciendo la parte más pútrida del ego. No amé. Nunca amé. O rara vez. Fue una estafa en la que quise meterme para subsistir sin afrontar mi propia mente, pero ahora que dispongo de nuevas herramientas, he de amar. Porque si algo mejora el océano del sufrimiento, ese algo es el amor de verdad. Y no te pediré que te dejes amar, seas quien seas: espero, cada vez, y genuinamente, amarte más y más. Dame un poco de tiempo, pues requiere de esfuerzo…
Banalidad revestida con ornatos de sabiduría: Matemáticas, neurosis y axiomas de incompletitud
Desde la supuesta raíz indoeuropea de su vocablo (*nem-: asignar, distribuir) hasta la construcción del más intuitivo de sus conjuntos —a saber, los naturales— por parte de Von Neumann, el número ha ido asociado a la idea de aplicar a un conjunto de similares una noción de cuya definición parecen solo poder predicarse simplezas, por más que procuremos sofisticarla, v.g.r., apelando a la axiomática conjuntista. Es este un caso de entre los innumerables —no es difícilmente demostrable que se trata de un conjunto no numerable…— que denotan la dificultad del oficio matemático: por un lado, parece brillar la esperanza al haber quien pretende escapar de los estrechos márgenes mentales de que nos dotó la naturaleza, procurando entender la raíz de lo que en palabras de muchos es su lenguaje, a la par que se tiene que el método empleado no solo no escapa de ellos, sino que redunda en la fijación de definiciones no tanto comprensivas como aplicativas (sacándose de la manga «aplicaciones bien definidas»), esto es, por asociación impuesta, una aplicación de facto a que nos somete el mundo; en este caso que traía, sería el asociar esas nociones de cero, uno, dos, tres… a los conjuntos que Von Neumann definió por recurrencia a partir del vacío, a saber:
$0 = emptyset$
$1 = {emptyset}$
$2 = {emptyset, {emptyset}}$
$3 = {emptyset, {emptyset}, {emptyset, {emptyset}}}$
$4 = {emptyset, {emptyset}, {emptyset, {emptyset}}, {emptyset, {emptyset}, {emptyset, {emptyset}}}}$
…
Sí, es interesante desde el punto de vista de la teoría de conjuntos, pero se da este rodeo para acabar, en resumen, definiendo la idea de cardinalidad a partir de la posibilidad de poner en biyección otros conjuntos con cualesquiera de estos, idea análoga a sugerir que el uno, dos o tres que usaran los hablantes del indoeuropeo provenía de asociar (para decirlo de forma sofisticada, biyectivamente) tales números con conjuntos de cosas. Cosas, eso sí, las de los indoeuropeos, quizás no tan vacías como los elementos y subconjuntos subyacentes a la anterior construcción. Puede ser, aunque no creo que intencionalmente, que Von Neumann quisiera expresar bellamente que la base de las matemáticas es eso: el vacío, la nada más absoluta.
Se me dirá que la base de las matemáticas no son los naturales. No, qué va. ¡Bien con su formalismo, allá escúdense en él en lugar de enfrentarse a los verdaderos fundamentos de la realidad! Pues si el esfuerzo de las matemáticas por construirse resulta en semejante actitud acrítica con respecto al camino adoptado, ¡para eso que se torne en una ciencia práctica! Si una disciplina considerada el summum del teoreticismo adolece de emplear un método teórico pobre que solo conduce a resolver problemas internos de la propia ciencia por medio de redefiniciones y revisiones de los axiomas, mejor será que comiencen a dejar de burlarse de la eterna pregunta: «¿Y para qué sirven las matemáticas?». Siempre seguirá existiendo, por más que quiera evitarse, un salto lógico insalvable entre la idea cualitativa de conjunto y cuantitativa de cardinal de dicho conjunto. Contar el número de «flechitas» de las biyecciones sigue siendo contar, queridos. La única forma de explorar ese salto es enfrentarse a él, no diluirlo en nuevas definiciones como hace el mal científico.
Lo fundamental del científico es que procura conocer sobre la realidad. El drama es que ciertas dinámicas académicas imponen una superespecialización innecesaria. Es evidente que la especialización es fundamental para el avance científico y social, pero cuando dicha especialización no surge de forma orgánica, sino impuesta por la necesidad de estudiar algún fenómeno particularísimo con tal de tener algo que publicar, se pierde por completo la perspectiva. Además, esa falta de horizonte mental se compensa con un salir ahí fuera a reivindicar que las matemáticas lo son todo, que la física lo es todo, que la biología lo es todo, o, en última instancia, que la frenología lo es todo. Un mensaje que parece calar y no hacerlo a un mismo tiempo. La misma gente puede un día vanagloriarse de su desconocimiento de las matemáticas y al siguiente cantar, como hace la prensa, que vivimos en la era de los números. O decir que las matemáticas son inútiles y a un mismo tiempo extender la voz de que el mercado laboral está necesitadísimo de matemáticos, denotando el grado de utilitarismo de tales estudios.
Dos mil veintitrés
Te creí la esperanza de poner fin a este ciclo de autodesprecio y arrogancia en que me encuentro sumido desde que me arrojaran al mundo. Te creí el definitivo despertar, la salida del arrepentimiento más inmediato, de un realizar cuanto me propongo. Encontré razones para creer en que nadie, tampoco tú, podría ayudarme en esto. De alguna manera, valoro ahora la importancia del entrenamiento mental. Antes, te había supuesto la solución a ese boomerang del regodeo en el dolor y en la insatisfacción, pero ni en la disciplina ni en el hacer se encuentra la perfección. A mediados de conocerte entendí bien la frase a mayor es la velocidad de un cuerpo, mayor es su inercia, pero todavía creo no haberla interiorizado por completo, pues sigo recurriendo al número en sus diversas vertientes, al monumento físico, y, por supuesto, al condicionamiento de no haber elegido las más de mis intenciones: porque no, yo no te elegí al tornarte en subordinada a dos mil veintiocho. Dos mil veintiocho subordinándose a dos mil dieciséis: ¡manda huevos! Los veinticuatro a los doce como los diecinueve a los diez. Porque también encontré en ti claras las tres causas del sufrimiento: condicionamiento, dolor y paso del tiempo.
Te creí la idea de lograr lo que otros no logran en vidas, de compaginar, de dejar de temer, de afrontar, de atacar, y solo encontré más temores, aprendiendo que todo parte de la propia iniciativa, y que sin ella, seguimos estancados. Pues el cambio radical, la anti-inercia, solo puede recibirla la «¡oh, partícula no masiva que por nosotros te reencarnas en el mundo del Absoluto, donde no hay velocidades relativas entre los cuerpos más que por la ti dada»… Por eso deposito en ti mis nuevos aprendizajes, hijo tuyo, hijo tuyo… Pues si no, me va a invadir el sueño de la vida…
Invierno de dos mil veintitrés
CÁLCULO INFINITESIMAL
— Illa, vámonos. Ya tenemos los palitos.
— Illa, pregúntale.
— Illa, ¿nos vamos?
— Illa, vámonos.
(Se van las illas. Cara de cordero aparentemente indemne. «A mi me da igual». Pero bien que miras…).
— El teorema de Lagrange resulta de una gran utilidad. Si no, fijaos en…
(Jugando).
— Illo, me siento mal.
— ¿Por qué?
— Ha sido una hora de puta mierda.
— Podrías hacer otras cosas, tío.
(Sonriendo, majo).
— Lo sé, soy un puto viciado.
(Mentalmente, yo).
— Atiendo, por compasión. No juego, por mala suerte. Leo, por evasión. Contemplo, por cobardía. No hablo, por super…
— Illa, vámonos. Ya tenemos los palitos.
— Illa, vámonos.
(Se van las illas. Falso, falso, falso, falso, ¿por qué no miras? Quieres mirar, estás deseando, pero no sabes, no sabes… Desaparecen por la puerta).
— Lo raro es que hasta ahora solo haya habido este error. Ya sabéis, jeje…
(Inmerso. El otro, inmerso. Sin esperanza, giros de torsión. Vamos. Mentalmente, yo).
— Nada:
Primavera de dos mil veintitrés
La aspiración de cuanto se ha purificado con el rozar táctil del piano, cual juez inocente: la motosierra de la disciplina, madrugando por la hendidura en el desierto ignorante habida: la humedad del río fluyendo como estas oraciones, muertas, sin esencia, objeto de la muestra de algo insatisfactorio. Sufrimiento. Y compararlo con el origen del Universo: ¡ay…! Ay… Una voz de ultratumba y primitiva sazonando la estancia sudorosa, par de trompetas con origen en las esferas celestes: ¡feliz comparación! ¡Ay…! El movimiento de planetas, electrones, neutrones, neutrinos: todos los contienes tú en la botella del oscilar ocioso, máquina inservible, solo destinada al destrozo del calcio. ¡Ay…! Como una y otra, como, como, como… Qué desperdicio y egoísmo.
Verano de dos mil veintitrés
L A V I D A
Un túnel de soledad. Un bote de mostaza derramado en medio de la Vía Láctea. Eso es la vida. No tengo talento en la escritura. Si acaso alguna vez lo tuve, hace mucho que lo perdí. No sé si acaso me habrá sentado mal estudiar matemáticas y física, olvidándome de las letras. Sin duda, y eso es cierto, estudiando matemáticas abstrae uno no solo conceptos sobre sus distintas ramas, sino que también abstrae la esencia de la vida hasta desproveerla de cualquier contenido que la haga vida. En una proposición nunca puede existir la extrañeza de un cuarto de baño vacío, de mármoles rojos, estatuas victorianas y dos cadáveres inminentes. En un teorema matemático no cabe condenar a su artífice barra descubridor por violador o maltratador. Pero bueno, eso aparentemente tampoco cambia tanto las cosas, porque tan solo un día después de horrorizarse con el tal violador puede uno leer sus libros plácidamente, como si nada. Mas uno sigue sabiendo en el fondo que algo está haciéndolo realmente mal, y eso es la repugnancia que no cabe en un teorema. Bah. Quizás precisamente estar estudiando eso me permite dejarme humillar por el tiempo transcurrido entre demostración y demostración, cuando la vida era este armario marrón, este espejo, esta lámpara en forma de araña y esas fotografías (no sé si son pinturas) espejo de un cada vez más gaseoso mar pasado. Es tan inevitable la oscuridad. ¿Para qué huirla? Ya es oscuro vivir en este túnel de soledad. Estoy convencido de que tú, amiga, o amigo, también ibas observando desde la ventanilla del coche ese camión que adelantabas, a la par que te preguntabas: ¿y esto qué coño es? No, no puede ser que solo os riáis las gracias los unos a los otros frenéticamente, como evadiendo la laguna que se construye bajo las cuencas de vuestros ojos. ¿No veis esos mechones de tocino brotando de los pómulos? Miradlos. Mirad su brillo y su enjutez. En unos hay extraordinaria belleza. En otros, fealdad desmesurada. Otros, como yo, formamos parte de una cruda media. Iba a decir que casi se prefería rozar cualesquiera extremos, pero no. No. No. Es odioso tener que compartir el universo solo y únicamente solo con nosotros. Nunca podremos vivir en el pellejo de otro. Nunca tú podrás haber sentido ese camión casi comerte, engullirte, mientras creías que te disolverías en un sueño donde autoindujéraste una muerte súbita. ¿Por qué no morir cuando a uno no le importa morir? A mí solo me importa y preocupa morir cuando pienso que no hay el acantilado, con sus arbustos y mofletes del ya referido tocino, en el terremoto de entre volcanes surgido. Me causa tanta pena y envidia que cruzar esta puerta en forma de rombo me resulta… ¿Qué es, dime, la muerte sin algo de Samsara? Hoy me cuesta meditar sin pensar en el descapotable. En la repugnancia y la hipocresía. Pero ya no pienso. Ya veo que el azul prefiere atarse a la genuina belleza. ¿Qué voy a hacer yo… por recuperarle…?
Invierno de 2024
Adiós. Adiós. Hasta nunca. Ya no hay la siguiente vida. Adiós. Aprendí. Y aprendí lo que no es amar. https://www.youtube.com/embed/madTVO1Bons