Para-sūtras (escatológico-mentales) de gimnasio

Claro, yo ya te conozco. Podrás decir que no sé tu nombre: es cierto. Podrás también decir que no sé nada accidental acerca de tu vida: también es cierto. Aun así, yo te conozco. Es más, me atrevo a decir que yo fui tú, que yo seré tú, y que tú fuiste yo o serás yo, por más que todavía no lo hayas interiorizado. Cuando cantaba vez tras vez que «te veré en la próxima vida», en realidad no hacía más que asimilar una vez tras otra, gota a gota, mi reencuentro conmigo mismo. Incluso has sido o serás yo: incluso yo fui . Quizás me gustó tanto serte que aún todavía las ondas concéntricas de aquella existencia me tambalean en esta… O quizás me horrorizó tanto serte que aún te recuerdo…
    «Eres, luego soy. Soy, luego eres»: solo la asimilación de esta simetría haría palpable una refutación del solipsismo. Además, el paso añadido de la nueva existencia agrega el poder del cuarto inconmensurable (Upeksā), o al menos este es el sentido práctico que veo yo ahora mismo a la metáfora de la reencarnación. En efecto: tú viviste o vivirás en ese cuerpo, y quizás lo estés haciendo ya, ahora que al cerrar los ojos me siento más cercano a ti, a ella o a él que al supuesto «yo» mismo. Que yo esté aquí y ahí, realizándolo todo en este lugar, incluso cuando no estoy, me recuerda lo repetitivo de este mundo. Es la propia vida de Sísifo, en carne propia. Y bien digo carne: esta carne, esa carne, y también esa a la que tiende el Mundo como lo pesado al centro de la Tierra. (A propósito: la carne sí que se puede resumir en un verdadero sutra, en un hilo, en X. Por eso precisamente es tan fácil de retener). Y lo mismo dan una carnes que otras, pues iguales son a ojos del que ya ha vivido encerrado entre ellas. Tu carne, por ejemplo, con los ojos cerrados se presenta aquí, aquí mismo, detrás de esos ojos…

Por cierto que, aunque descartemos el solipsismo, sigue latente el malestar propio de sentir que los abrazos son, en realidad, bajo el ciclo de infinitas reencarnaciones, a uno mismo… Este es un tema ya recurrente, suscitado en Sueños. y en Arte, belleza y soledad —complementando a Es vergüenza… / Solipsismo, deseo y libros; compensación intelectual y otros escritos caóticos—. No obstante, amar profundamente a un espectro, a un espejismo, ¿acaso no es preferible a no amar?… ¿Y hasta qué punto amarse a uno mismo es amar a un espectro…? E, incluso así, me pregunto de dónde viene este poderoso temor a uno mismo que le hace negarse la posibilidad de vivir consigo genuinamente, y que subyace a cada mínimo gesto vital, denotando su presencia en lo más esencial del ser humano. Me lo pregunto francamente, pues yo mismo siento infinito más temor de ese constructo mental que de cualquier aberración supuestamente externa… Una vez más, y para esto, como si de una mina se tratara, recupero Solaris: observen la superficialidad de unas palabras en apariencia desordenadas, sin embargo demostrativas del desengaño más profundo de un hombre puesto ante el espejo de su mente, con la suficiente valentía como para retornar a ella. A ella. A ella… A manas.  

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– «Eres, luego soy. Soy, luego eres»; sí, pero ¿qué soy?; ¿qué eres? Una vez tras otra  la eterna pregunta: ¿Y por qué no la nada…? Al fin y al cabo, no deja de parecer lo natural, lo intuitivo, lo inevitable, lo perfecto. Lo real se figura un error en lo no real, una ruptura de simetría, una ilusión temporal. Quizá tal temporalidad parezca eterna: no, ¡no puede serlo, porque es irreal! Māyā describe a la perfección esta percepción que subyace incluso a la explicación detrás del surgimiento de la masa con el bosón de Higgs: no porque Oriente supiera mucha física de partículas, sino porque el ser humano, tú y yo, llevamos pensando lo mismo desde tiempos ancestrales. Por ejemplo, las religiones animistas se tildan de primitivas en comparación con las religiones teológicas: ¡no hay mayor gracia en todo ello, cuando la física contemporánea no tiene ni idea de por qué existe el movimiento de ningún objeto! ¿Es distinto de veras hablar de energía en términos físicos y en términos espiritual-pseudocientíficos? En ambos casos parten del pragmatismo de considerarlo una semi-explicación de lo que es, ante la certeza de que lo más lógico reside en el no ser absoluto.

    Sin embargo, considera ahora un absurdo: ¿cómo concibe el ser un ser que no ha existido ni existirá? O mejor: ¿cómo concebíamos el ser cuando no éramos? Es gracioso: casi en ningún momento ha existido nada, y a la vez todo cuanto existe sigue dando vueltas y más vueltas, sin que nada que no exista pueda percatarse de ello… Nuestra perspectiva natural sigue siendo la misma que teníamos cuando no existíamos, si algo así puede decirse, a saber, que nada existe. Y desde la absurda perspectiva del que no existe, nada existe. Quizás de la igualmente absurda perspectiva del que existe, algo existe por pensar él, como dije y dijiste allá por el siglo XVII.
    Ya te digo que, con la mente puesta en esto, es verdaderamente complicado ir a hablar contigo, pelirroja de extraños rasgos, o contigo, morenita escuálido-fortachona. Si al cerrar los ojos recuerdo cuando todo parecía tan natural, donde tú y ella nunca exististeis, ¿qué me ha de convencer de que merezca la pena recordar este momento en que existís, por el mero hecho de existir yo…? Y se me tildará de puro idealista: ¡sí, sí, sí, por favor…! Estoy harto del realismo: ¿cómo que consideramos que existe algo ahí fuera al margen de la mente? Es simplemente absurdo, ridículo. Basta con pensar en que alguien nos convenció de que el Universo estaba escrito en forma matemática —quizás por necesidad de financiación, cuestión en que no había reparado hasta que cierto filósofo sugiriolo…—, cuando las matemáticas son… en fin… matemáticas… ¡Qué absurdo debate sería dedicarme a indagar si existen o no por sí mismos los espacios de Lindelöf! Todo es tan práctico, tan pragmático: ustedes venden matemáticas para que les compren su trabajo, como aquellos vendieron la reencarnación para perpetuar su casta en esta vida… Por supuesto que esto es así. Donde queda la indagación sobre la realidad es en el idealismo, porque sin mente nada hay de lo que tratar: absolutamente nada. Y sí, es posible que en otra vida fui realista, o llegaré a serlo en el futuro, pero en esta la comprensión de Samsara conduce inexorablemente a un punto límite: la renuncia a aceptar algo más que la más estúpida y milagrosa vacuidad. Tampoco puedo explicar por qué la vacuidad impacta tanto, atrae tantísimo a nivel intelectual: es posible que solo sea por estos sudores tras de las dominadas, tras del remo con barra, tras del hip trust frustrado una tarde más… ¡Qué estúpido y holgazán mundo es el que dibuja el vacío como fin inevitable!

    – Samsāra es precisamente volver a vivir conforme a lo que alguien dictó en tu pasado: alguien, pues en tu pasado viviste conforme a lo que alguien dictó en su pasado, y en ese conforme a lo que… La elección se torna en nula y el mar de lo mundano tumba con sus olas acantilado formado tras acantilado, recalcitrante huella de ese continuo taladro que sin embargo son todos esos «demás» que desde alguna perspectiva son tú mismo. Ese ruido insoportable y necesario que nos llega para perturbar una estabilidad prístinamente descompuesta, a saber, ese contacto verídico y tierno con uno mismo que, como antes dije, en Solaris se  representa tan lejanamente (y con gran acierto) del común de los mortales. 
    – La esencia de reencarnación, Karma y Samsara se resumen en una sola palabra: retorno. Reencarnación es el retorno de no saber por qué una parte de uno parecía definitivamente extinta, y sin embargo resurge una vez más… Karma es el retorno de las consecuencias de acciones pasadas que creíamos completamente ajenas a nosotros… Samsara es el retorno a la caída, al aspecto tangible y directo que nuestra mente adquiere al reencarnarse sin haber purificado todo su karma. Y a retorno se opone elección: elección resume a virtud, paz, amor y sabiduría. Virtud es la elección de un nuevo mandala. Paz es la elección de respirar sin limitaciones kármicas (i.e. sin ti, manas). Amor es la elección de una reencarnación altruista: vivir en otros para su crecimiento. (Gracias a que yo soy y eres yo, aunque en esta vida no (me) ames, yo amo cuanto tú no amaste y tú amas cuanto yo no podría amar. Amar a… amar a… ¡Escalofríos me entran solo de pensarlo…!; «… logre de ti vengar…»). Sabiduría es la elección de salir de Samsara, abandonar al fin el sometimiento a la voluntad del genio natural.
– Espero no amargarme como Schopenhauer. Cierto es que, aunque no lo pensara, acabo girando en torno suya como una peonza. Antes, cuando hablaba de Solaris, pensaba una y otra vez en el ADN, quizás el genio natural de nuestros días. ¿Tememos acaso así a lo que albergamos por el simple y llano hecho de que su esencia es intrínsecamente lo más egoísta…? En efecto, no puede existir algo más idiota que una ley física o una ley química, cuanto parece regir el comportamiento egoísta del ADN. Las masas tienden a acelerarse bajo el efecto de un campo gravitatorio, y solo realizan tal cosa: lo real les es ajeno, son el culmen de la idiocia, de la autolimitación. Construido a partir de semejantes ladrillos, ¿cómo iba a ser en última instancia distinto el ADN? Y nosotros, que lo trascendemos, cobramos conciencia de tal inédito autismo. Tenemos el enemigo en casa: de alguna forma, los ladrillos que nos construyen son el enemigo de nuestra propia conciencia. ¡Nos sometemos, así pues, a la voluntad más caprichosa, a saber, el de la arbitraria ley física que gobierna a la naturaleza! Las herramientas a la mano son unas pocas: no se me ocurre otra que el nirvana. Pero Schopenhauer llevaba más al límite esta amargura: ¡qué derecho hay en hacer nacer involuntariamente a nuevos seres, de cuyo sufrimiento va a alimentarse la voluntad del mundo en este ciclo eterno de repetición…! No sé, quizás sea antinatalista: extendamos la lógica liberal-libertaria de la crítica del contrato social al propio nacimiento; el sistema rousseauniano se trata de una estafa cuyo objetivo es justificar pragmáticamente la existencia de un Estado, siendo que nadie firmó tal contrato: ¡cómo cabe concebir entonces que tal contrato exista, siquiera metafóricamente! ¿Pero y qué contrato firma tu hijo cuando nace contigo a cambio de volver a existir? ¿Te lo ha pedido siquiera? ¿Algo ha pedido existir? ¿Entonces para qué lo perpetúas…?
    Posiblemente veas en el mundo más amor y belleza que Schopenhauer o Buda. Yo también lo veía, pero llega un punto en que, enfrentado a la propia mente como el protagonista de Solaris, la sensibilidad se eleva a cotas insoportables, con la consecuencia natural de la renuncia y la nueva forma de solipsismo que supone la naturaleza infinita y solitaria del sistema de reencarnaciones del mundo. ¡No me importa, no me importa, no me importa, no me importa: no me importas…! Y sin embargo, quedan resquicios de extrañeza en el mundo, que lo devuelven a su estatus de enrarecido valor. No son otros que la presencia, un amor latente en el corazón de cada rayo de luz, de cada melodía… (y esto le gustaría a Schopenhauer).

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Y cada vez que vuelvo, vuelvo… Pues siempre es el mismo ciclo, la misma repetición, el mismo ADN, la misma ley física, el mismo vídeo de hace un año… La repetición es la esencia de 

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Bedřich Smetana – Moldau

Richard Wagner – Tristan und Isolde Prelude

Sergei Rachmaninoff – Var XVIII Rhapsody On A Theme Of Paganini

Aram Khachaturian – Gayane Ballet Suite (Adagio)

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