De la inmadurez: voltaje alterno de alta frecuencia

No sé. El hartazgo copa casi todos los planos de mi vida. Es una cosa terrible esto de la mediocridad. Una lucha absurda si no se la acepta. Y, sinceramente, yo no sé cuánto he de abrazarla. Con ella nunca saldremos de una concepción de la materia basada en quarks, leptones y bosones. Que, por cierto, eso de los quarks proviene de una historieta absurda. Su nombre le viene de la lectura (del físico en cuestión, Murray Gell-Mann) de James Joyce, para una palabreja que se había inventado, que, al ir antecedida de three, se le figuró a su mente al físico de partículas como asociación con el significado del significante quark, elementos que siempre vienen en grupos, bien de tres (bariones), bien de un quark y un antiquark (mesones). Cosa curiosa también que, a los que sepan griego (yo desde luego no), se habrán dado cuenta del par antitético mesón-leptón. Ya lo ven: de esto sirve el griego. Y de esto sirve la física. Bueno, y para montar armamento nuclear. Vale, es cierto, quizá también para el móvil con que escribo esto, a buen seguro salido de alguna mugrienta fábrica china con algún que otro de sus componentes extraído gracias a la buena voluntad de algunos grupos de disidentes que desean colaborar, paradójicamente, como digo, de forma totalmente libre, trabajando para su magnífico gobierno por el bien del país. Ojú con las digresiones; igual la influencia de José María Bellido Morillas me supera demasiado (elidiendo, eso sí, el componente erudito que, desde luego, tanto por mi edad como por mi no operatoria memoria fotográfica (tú no menciones la vagancia, ¿para qué?) no puede encontrarse presente. Aunque tampoco se lo echa en falta, pues es bastante insoportable. ¡Ja! ¡Ja, ja! Puf, Unamuno habría condenado esto). Por lo pronto dense cuenta de que aquí tienen el ejemplo de una asociación gratuita como la de Gell-Mann; tienen también el ejemplo de una terminología científica que desde luego tendría todos los motivos del mundo para ser considerada de todo menos mediocre en su originalidad (recuerden los quarks charm o strange), aunque quizá sí en su capacidad explicativa de las cosas (desde luego mucho menos que cualquier burdo representante de la petulantemente así denominada poesía pura); o asimismo la gran utilidad de conocer el griego antiguo a la hora de interpretar la realidad. Tres ejemplos al hilo de la aceptación de la ordinariez de la vida y del abrazo a la frustración de nuestros propósitos y la mediocridad humana. Quizá, abusando como siempre de su etimología, sea imposible escalar al Monte Olimpo. Aunque esas reflexiones se las dejamos mejor a tipos como Yuval Noah Harari.

    Ahora bien, si la ambición es desmesurada y adolescente no tendremos más que ejemplos de frustración tras frustración. Y esa frustración nos puede conducir al foso de la mierda. Por ejemplo, al nihilismo. Sí, el nihilismo no está mal para un rato, pero creo que hay que salir de sus lúgubres catacumbas como lo hizo el cristianismo en su tiempo, aunque fuera un momento necesario cuando la persecución; en este caso, la que protagonizan despóticamente los psicólogos baratos, los coachers, los espirituales perrofláuticos (o no-perrofláuticos) y los pseudointelectuales New Age. Ah, y por cierto, también hay que hacerlo del escepticismo. Y la verdad es que estoy hasta los huevos de pensar en términos de Maestro, pero me resigno a esa pasión (que probablemente converge con el bien del entendimiento; ¡ay del error cartesiano…!): no hay otro modo, señores, que haciendo uso de la razón. Una razón antropológica en el primer caso y gnoseológica en el segundo, sea que signifiquen ambas cosas lo que quiera que signifiquen, a mí eso me importa más bien poco. Porque como todo en ese tío, y volviendo a Joyce y a «Tu coño es mi droga», es solo una frase. Pero igual hay frases útiles, por más que solo sean frases. A veces, de hecho, una boutarde puede impactar tan profundamente en la vida de una persona que le puede hacer caer en un foso como aquel. Al fin y al cabo, para algunos, el mundo es una metáfora lingüística. Para otros, quizá, les haga salir de él. Aunque ello implica la búsqueda de una motivación externa a la mera delegación de la misma al caos, a la fuerza, a la voluntad, y a esa clase de cuestiones. Por cierto, yo conozco a un tipo que solo se deja llevar por ellas. Hubo una ocasión en que le escribí un poema. Como hace poco, lo pongo. Que se joda si no le gustó.

PD: De ahora en adelante, si se encuentran en su teléfono móvil, seleccionen el modo apaisado. De lo contrario, la versificación queda arruinada.

 PSICOLÓGICO SONETO A UN SABIO MACHO IBÉRICO QUE ODIABA LAS CIENCIAS

    ¡Oh, macho patriarcal que se revuelve
ansiando las doctrinas nietzscheanas!,
¿qué castigo tendrás al la alemana
no aspirar, compitiendo el que no vuelve
    ileso del fracaso expositivo?
¡Oh, libre condenado, tan anclado
al pretexto del fácil resultado,
zángano jugador siempre festivo!
    Yo te absuelvo del vicio cartesiano,
¡oh cautivo del genio dromedario!:
no eres borde, tampoco introvertido;
    no busques, pues, al duende ya lejano,
—aunque como pasota no hay contrario—
y a la mejora encuéntrate vertido

(porque al alba robarás entonces
la ciencia que denuestas
en tu cita con la realidad).

    A propósito, el buen tipo, que al parecer es el único ser humano que lee las entradas aquí presentadas, me comentó algo después el protagonismo que este soneto jugó en la galvanización de su desengaño. Bueno, a decir verdad no fue exactamente así, pero no importa, como no importa que no fuera como yo deseé que fuera mi grandilocuente declaración a cierta muchacha por medio de una serie de poemas cuyo efecto sobre su espíritu desconozco, si es que no han sido nulos. Y es esto otro motivo más para sumar a las razones por que mi mediocridad se eleva hasta las cumbres más elevadas. Y hablar así es en sí mismo mediocre y ridículo. Y el saberlo y el no cambiarlo es en sí mismo mediocre y ridículo. Mas posiblemente la vida humana plena haya de aceptar su mediocridad y ridiculez. Por eso no voy a dejar de abrazar los poemas que me condujeron al rechazo más estrepitoso. La verdad es que solo me apetece poner los menos personales, algunos de los cuales, a decir verdad, tienen que ver solo de manera secundaria con a quienes fue dirigido, aunque escritos expresamente para ella. No sé qué pensaría de que publicara estas cosas. Probablemente nada. Porque me daría igual. Le daría igual como le fue indiferente que se los escribiera. A saber… Entretanto, aquí tienen unos pocos:

MIENTRAS CLAVAS EN MI PUPILA…

Un poema conozco que en la plaza arbolada
en otoño cantara a la fresca arborada.
A los ojos tan dulces de las hojas marchitas
confiaría el verso del romántico artista:
sus caricias del aura matutina infiel pista
a mi voz enviaría en fingidas perlitas.

En el mármol violeta el grave rostro reiría,
al disfrutar la unión que la frialdad manaría:
pues soledad y muerte casi rozan sus manos,
cual el joven y el muerto en la plaza lamentan
un dolor ya llorado en las historias que cuentan
de pupilas, poesías, y relatos hermanos.

 Una vez que buscara yo unos ojos distintos
que en el cielo del alba, me perdí en laberintos
cuya osada salida no encontré todavía.
Sus reflejos oscuros me aturdieron la vista,
en suplicio tremendo el perderles la pista.
Y así Bécquer me dijo: «¿volverás a la mía?».

Mi respuesta fue clara: «cuando ella me diga»;
su consejo siguiola: «Es decir: nunca. Siga
tu cariño vagando en sus bellas pupilas,
pero sabe que plazas como esta que habitas
no vendrán más al tiempo, si por luces evitas
compañías más claras que traidoras pupilas».

Solo ahora comprendo las del poeta advertencias,
y el silencio del labio suyo de herencias
tan amargas como ardua ojeada la tuya
que es a mí tan ajena que me pierde mis brillos.
Plazoleta pasada, fantasía de anillos,
no me olvides por más que esta efigie alba tuya

me condene el yerro, desterrándome el alma
del lugar donde fui el de mayor hombre calma.
Suficiente tendré ya con exilios injustos,
tras los años de amor al silencio más fino,
tras los años de amor al retrato divino,
tras los años de amor a pupilas sin gustos.

¿… ESCRIBE, O NO … ESCRIBE?

Al fulgor divagante de la llama
dirigí en la estancia una sonrisa
que ocultaba lo triste y aprisa
que inquiría mi pluma a la trama:
    —¿Qué muerte, Erató, si Ella difama
cuanto escribo, darías a la brisa
del sentir los versos la poetisa,
y por qué si ya sabes que no me ama?
    —Ninguna, si expresión es la que cantas,
brote del corazón al a Ella verla,
cuando al cabo en secreto te atragantas;
    pues el Mundo conoce que al quererla
no es culpa tuya pensar aun sin mirarla:
¿castigarte yo, solo por amarla…?

MI ADOLESCENCIA

Mi adolescencia lleva el nombre de una
fotografía anclada en el pasado.
Ya su color lo va apagando el hado,
pues de la estampa tinta su laguna

hace ya un lustro al dios importunando.
El rostro negro en gris tono tornado,
el ceniciento en rubio desvirtuado,
ya la nostalgia a la época asaltando

el revelado urgente me han dictado.
Mas yo su nombre no podrïa borrarlo
en el anhelo díscolo a su dado.

Mi adolescencia agónica apartarlo
al malicioso tiempo ha procurado:
porque tu nombre, ¿quién querrïa olvidarlo…?

WERTHER

Tú, sangre que circulas lastimando
pálida cada vía de mis venas,
venenoso hechizo de las penas,
con la espada opresora mía hirviendo:

 ¿Buscas la humillación en mí puliendo
desdichadas en los labios sonrisas,
o cristianas al núcleo pesquisas,
ahogándome yo si la en viendo?

¿Y por qué la arrogancia me encamina
al sendero —justa y ciega confianza—
esperando granar ya el deseo?:
    La pregunta es fallida donde mina
sucia la inminente ideada andanza;
mas responde: ¿alumbra ya el apogeo?

EL MAGISTRAL

En la sotana límpida encubierto,
el Magistral el prisma viejo porta,
por mejorar el cuadro que entrecorta
el refulgir de su oro descubierto.
La catedral refugio amable era
de la sorpresa hipócrita que gesta
en su interior la áurea cruz honesta.
Y ya en octubre albeando la quimera
de la desnuda y pétrea celosía,
en confesiones blancas frente al fraile
tan fingidor el tiempo cual si en baile,
por la palabra regia vio Lucía
su flojedad bermeja de aquel día:
La fortaleza firme derruyendo
avanzarïa, estólido, el manto
de la pobreza amada con espanto;
las explosiones, pues, ensordeciendo
las letanías viejas de su Iglesia,
en mortajas seglares se hundiría
el interior traidor de la abadía.
Y sin Mesía amable en la anestesia,
de cura, su dolor, reinó la amnesia…

LA VIDA

La vida huele
como la tierra mojada.
Solo un relámpago puede
hacer brotar
de su ritmo frenético
un neumático célere.

Aspirando entonces
su entropía
—cuasi cocainómana—,
en la ruptura masiva
del orden cósmico,
rodará
hasta la fugacidad
de todos Nosotros.

Por tendencia endotérmica
consumimos su mal,
extraemos
cuanto de esa tierra mojada y deyecta
poseemos,
y moldeamos quedamente
la figura de Dios.

La India, pues,
es objeto de olvido,
y el barro
de nuestras manos,
y el alquitrán
de carreteras y vidas nuestras,
y las flores de ellas surgidas,
y la melodía metálica
en primitivos impulsos:
todo conduce a la creación
del dios
que da sentido al terreno árido y baldío.
    Cuando las lombrices
pudren
el cadáver que se acerca,
el abrazo al puente (¿genovés?)
es ya más pesado
que las ondas de Júpiter.

Y cuando
esas lombrices
salen
de esa tierra,
carcomiendo los barrotes alados de la paz,
los refugiados
mueren
al fuego de los tanques,
cuyo aroma a pólvora
y gasolina
inunda los pulmones
uralíticos 
de los enamorados.

Y cuando el dorado de la manzana
se quiere morder
en templaria maquinación,
surge diabólicamente Helena,
y nos industrializa,
como al relato poco velocista.

Mas la Tierra putrefacta
sigue siéndolo
a ojos
de quien no olisquea el libro fatal
sino el lúgubre burdel;
ni a quien se descompone
al son del centelleo
que les trajo el vivir
en las farolas polvorientas.
Y, entonces,
no hay dios que valga,
ni ingenios de estiércol,
ni Helenas forjadas
en los altos hornos
del pensar ocioso.
(Ni tan siquiera
un volcán en erupción).

El tedio,
el hastío,
—o el nombre que el rey,
nunca tragado por dientes de leones o gigantes,
quiera dar al artificio estulto—,
lupanares titánicamente presentes
en la vida
del más pulcro,
arrollan entonces
solo
los claveles,
margaritas,
tulipanes
y rosas
de la superficie del mundo,
y sus murallas
de acero y carne
secularmente resistentes
al paso de la verdad.

Solo el casco y el misil
del engranaje sólidamente urdido
por el desconcierto entrópico
permiten
la cancelación,
la destrucción,
el exterminio,
el holocausto,
la explosión nuclear
de quienes su sombrero rinden
ante los brioches amargos
que preceden al diluvio.

«Yo. Yo. Yo. Yo. Yo.
Ella. Ella. Ella. Ella. Ella.
Amor. Amor. Amor. Amor. Amor.
Felicidad. Felicidad. Felicidad. Felicidad. Felicidad.
Motivación. Motivación. Motivación. Motivación. Motivación»
son los cánticos de la mentira;
de mi mentira del algodón,
dulce como esta acera cementada:
del imbécil cuya pluma bebe
del relámpago frenético
—que es un instante,
no como en Leningrado—,
y nunca de la llanta oxidada,
del vertedero kamikaze
o la fábrica infernal;
del atropello a unos y otros
entre los hornos y mataderos,
y los pilares comunes
sobre la tierra mojada.
    Nunca escriben
sobre la vida,
porque la vida huele
como la tierra mojada.

INDECISIÓN Y ÉTICA  

Un hombrecillo conozco
cuya mente cada día
mudaba quinientas prendas.
Cada mañana decía:

«¡A la campana, señores,
que esta vez si el Sol no brilla
maquiné yo ya un ingenio
que espanta a las tormentillas!».

Pero a los pocos minutos
el de esperpéntica hombría
a los mismos transeúntes
otra voz les dirigía:

«Hoy es muy triste jornada,
¡oh, pérfido Dios que mira
sin atender las miserias
que a estos hombres arruinan!».

Sus inventos no pasaban
de las dos horas de vida:
la constante indecisión
su intentar lo diluía.

Y si al pobrecillo diablo
un problema le venía,
como el asno buridiano
entremedias se veía;

conque el medio aun conociendo,
si al fin suyo le perdía
la pista con gran torpeza,
triste vida le vendría.

Un amable amigo tiene,
eso sí, que a él le guía,
cuyo cambiar incesante
de buen grado le vigila.

Pues lograr un objetivo
la constancia exigiría,
y no la bipolaridad
de que el tipo adolecía:

Las emociones a veces
le fastidian todo el día
por inducir en el chico
tan gratuitas alegrías

cuando un evento absurdo
a un punto se perfila,
o incontenibles tristezas
cuando el hado se extravía.

«Si tus planes ya los dudas
cuando un poco los revisas,
¿qué vida será la tuya
si el amor tú ya lo avistas?»,

le recordó, pues, su amigo
cuando el hombre le decía:
«eso serïa patético;
eso, digno de mil risas.

¿Aunque qué más da si fallo
si así muestro valentía?
¿… E insinúas que el cobarde
lleva entonces peor vida…?»,

a cuento de no saber
cómo él se acercaría
para agradarle un poco
a una mona chavalilla.

«Pero elige ya una opción,
porque veo pasar días
y noches que muy consciente
estimo en horas perdidas»,

era el consejo amistoso
más sabio que a él podía
ofrecer al indeciso
espejo de la apatía.

POEMA EN PROSA DEL SOLILOQUIO DE LA GATITA ENVIDIOSA

Sí. Ahí está. Leyendo un libro. A ver, a ver… Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos. ¡Pero qué rollo! Bah, cómo se nota que no está concentrado en leer. ¿En qué estará pensando? ¿En una humana? Mmmm, no sé si ir; ¿voy? Bueno, puedo ir a comer. No, mejor no. Te lanzo una mirada. ¡Anda, «pspspsps» me dice! Bueno, pues voy. Esto de mirarle a uno y que lo entiendan es lo mejor.

Hoy las sábanas de la cama están muy tersas. Y el dormitorio posee un aroma a velas de canela. Y ha recién lavado su bata, así que también huele muy bien. Sus pelusillas están suavecitas. Venga. Mira qué mono cómo me acaricia. Se me cae un poco la babilla, ¿por qué no me la limpias con ese pañuelo? Gracias. Venga, me restriego un poco más, que sé que te relaja. Has dejado el libro solo por acariciarme, qué bien. Puedo ronronear, y así me entiendes. Sí. Tú me entiendes. ¿Y esa musiquita de fondo? Qué bonita. Tienes buenos gustos musicales, ¿sabes? Aunque el piano no es que lo toques muy bien, pero me gusta cuando lo tocas para mí y luego dejas de tocarlo para acariciarme si te maúllo.

Qué tranquilo está todo hoy. Nadie en casa. Nadie hablando. Solo tú sonriéndome mientras me miras, y yo encima de ti subidita. Es inmejorable. Quizá tú prefirieras que yo no fuera tu compañía, y que lo fueras de algún humano o humana. Sobre todo, de alguna humana. Porque, ¿qué cosas hacéis los humanos y las humanas? ¿Quizá te gustaría dormir abrazadito a una, acurrucándote junto a ella, acariciando su cabello, mirándola, y disfrutando de su perfume…; o por qué te gusta tanto ponerte a leer cosas de humanos escribiendo a humanas? Nunca has escrito sobre los gatos. Y nunca sobre una gata. Y menos todavía, sobre mí. Quizás, al fin y al cabo, yo te dé igual, a pesar del supuesto cariño que me tienes. Quizá solo me quieres dar la comida para que a cambio te dé calor algún que otro día de invierno. Incluso, algunas veces te olvidas de eso. Yo te doy igual. Supongo. 

Pero bueno, aunque yo te dé igual, ahora eres mío. Solo estás centrando tu atención en mí. Tus ojos solo están clavados sobre los míos, azules y vistosos, y sobre los de nadie más. Solo me estás sonriendo a mí. Solo estamos escuchando esta música, y oliendo estas velas, y calentando la estancia tú y yo. Así que no tienes escapatoria. Me voy a reincorporar, que tu pecho está un poquito duro. Mejor en las piernas. Sí. Aunque están algo más duritas también que la semana pasada. ¿No quieres que me dé la vuelta? Bueno, vale, me giro para que me puedas seguir mimando la cara. En realidad, eres muy cariñoso, aunque a algunos les parezcas arisco, no sé por qué. ¿Y ahora me quieres dar un abracito? Venga, claro. Y yo pensando que no te importo, si en el fondo sigo siendo tu gatita…

Pero oigo a alguien viniendo. Sus pasos. Oye, Cristian, ¿por qué has dejado de mirarme? ¿Por qué ahora miras al pasillo? «Pspspsps», pero no es a mí. «Pum», resuena la cama, que tiene los muelles un poco flojos y cada vez que alguien o algo se sube el colchón escupe un alarido misterioso. (Aunque debajo hay una cama que hace menos ruido. Quizá algún día le pueda dar uso, que tiene pinta de estar calentita y muy cómoda). 

Pero… ¡no! ¿Por qué te doy igual, Pasión? Te sientas en su pecho, me pones el culo en la cara, y encima Cristian se pone a acariciarte a ti en vez de a mí, ¡qué malo! ¡Como si hubieras hecho algo por ganártelo! Sí, sé que me estás mirando de reojo riéndote. Y el otro tan pancho con los dos encima suya. Quizá me debería ir para que se diera cuenta de que, los dos a la vez, no. Pero… ¡Jo!, es que en el salón hace tanto frío, y en la terraza está lloviendo tan fuerte, y la casa está tan sola…, ¿dónde me iba a poner? Desde que la madre no duerme aquí muchas veces por semana, eres tú o tú. No hay más opción. Eres el monopolio de mi compañía. (Bueno, y ese, Pasión también lo es). Así que vale, me quedo, me quedo, que no tengo más opción, pero que sepas que a ti también te voy a mirar mal, para que no olvides que no me gusta que le acaricies a él al tiempo que pasas de mí, haciendo como si no existiera.

Uy, Pasión, encima me vas a sacar las garras, después de robármelo. Te vas a enterar. Toma mordisco: «¡Eh!», me grita el otro. Pues sí, así al menos os dais cuenta de que no he desaparecido. Ahora me acaricias, ¿no? Sí, ahora. Pues que sepas que no te voy a dejar de mirar de reojo por mucho que me masajees el cuello. Te lo mereces. Y ahora encima de que vuelves a dejar de rozarte (¡pasota!) tienes la poca vergüenza de reírte de mí. Tienes muy mala leche, que lo sepas. Oh, pero si me rascas ahí… el lomo, el lomo siempre es lo mejor. Vale, vale, ya vuelvo a ronronearte, que, si no, paras. Y ahora vuelves a ese. ¡Me vas a volver loca! Un rato te vienes a mí y luego con el otro. Jo, elige de una vez, que yo no sé qué quieres que haga, vamos. Parece que quieres confundirme. Eres malo. Malo, malo, malo.

«Venga, gatos, hasta mañana», dices. Pasión pesa mucho y no puedes levantarlo, pero a mí con el tímido mover de las piernas ya me echas, lo sé. Que sepas que me estás haciendo mucho daño con esas preferencias tuyas. Que sepas que te vas a quedar solo, con tus libros y tus cosas, y que no voy a volver a escucharte tocando y maullarte. Fastídiate.

    Menos mal que el suelo es de madera, si no no sé qué haría con este frío. Me voy a quedar aquí esperando para asegurarme de que lo eches a él también, aunque te cueste. Si no, te voy a hacer levantarte subiéndome sobre el piano. Entonces aprovecharás y nos despacharás a los dos. Sí, igual soy un poco envidiosilla, pero es que me pone de los nervios… Vale, vale, sé que no debería pensar estas cosas, pero es que… ¡Ay! Y lo peor es que cuando ni yo ni Pasión estemos echaditos encima de ti, te pondrás a pensar en otras cosas; igual, en gatitas. Bueno, dudo de que te vayas a poner a pensar en gatitas. Supongo que en humanas, es cierto. ¿Cómo será la humana a la que te encantaría llamarle gatita? Me muero por conocerla, Cristian, a ver si la traes algún día. Seguro que ella me querría más que tú. Seguro que me dejaría que me subiera sobre ella y me quedara ahí planchada toda la noche. Estoy segura, estoy segura. ¡Bien!, por fin Pasión… ¡uh!, no me mires así con esos ojos refulgentes en la oscuridad. Eres mono, gato, pero es que eres muy borde conmigo, y Cristian te prefiere a ti, y eso no te lo puedo permitir. 

«¿Os falta algo?», nos dice, y se va al salón a ver si no tenemos comida o agua. Se pone guapo cuando se le ve tan pendiente de nuestras cosas. Cuando alguien se preocupa por tus cosas, se ve más guapo. Estoy segura. «¡Ay, qué cosas más bonitas, que os como…!», nos repite a modo de despedida, y coge sobre sus brazos a Pasión. (Espera, ¿nos ha llamado cosas? ¡Valiente sinvergüenza…!). Lo tiende sobre el sofá y cierra la puerta de su cuarto. Toda la casa de nuevo a oscuras. Él toma su libro de Lope, y sigue leyendo, pensando en gatitas humanas que no existen, la música se apaga, la vela se consume, y nos vamos a dormir. Hasta mañana…

THAMUS O DE LA ESCRITURA

Las palabras habitan, cuando escritas,
en un limbo traslúcido de nubes,
cual aquellas donde prestamente subes
cuando anhelas ficciones no cainitas.

        La muerte y el silencio en ellas reinan,
como el vaho opresor del sentimiento.
Sus dulzuras solazan al momento,
mas son grises estatuas que lo empeñan,

        pues mentiras a veces aparentan
las verdades más sólidas al alma,
si las letras traidoras tal lo alientan. 

Y por ello no ves en mí la calma
del desear el diálogo genuino:
pues no queda al vocablo mejor vino.

    Bueno, vamos a ver. No sé por qué se me atraganta especialmente el concluir de los sonetos. Es como si quisiera finalizar rimbombantemente, a lo adolescente, o a lo Maestro. O a lo Cristian en la despedida absurda de una muchacha de la que se llevó enamorado años sin nada. Nada. Y esperando una mediocridad que no fuera análoga a la de los quarks. ¡Ja! Desde luego, la superas. Y hete aquí que se suma a la causa de la aceptación de que se es un mojón con patas un rechazo insolente y doloroso. De nuevo, ni la física de partículas, ni la ética de Spinoza, ni las lecturas estivales de Lope o Machado, ni tan siquiera «Tu coño es mi droga» han convergido en la más mínima ayuda a mis propósitos. Antes bien, solo me han hecho caer en la cuenta de que escribo como un adolescente o como un borracho. O peor: como un José María Bellido Morillas degenerado y sin sentido del humor. Habrá que aceptar que Houellebecq es mejor poeta que yo:

Les hommes cherchent uniquement à se faire sucer la queue
Autant d’heures dans la journée que possible
Par autant de jolies filles que possible.
En dehors de cela, ils s’intéressent aux problèmes techniques.
Est-ce suffisamment clair?

Y, sin lugar a dudas, Espronceda:

    Soy en todo del dictamen
que tú eres Miguelito;
y consiento sin examen
en que la pija me mamen
Vera y Bernardo, el precito.
    Al desnudarla verás
y luego te admirarás
del nabo que Dios me dio.
Díjome este: ¿quieres más?
y le respondí que no.

    Desde luego que, si yo hubiera escrito eso, se podría decir que además de adolescente y borracho sería un ninfómano, un salido, o, simplemente, un ser orgulloso de las proporciones de su miembro viril. Y, en efecto, sería así, a la par que menos mediocre que en el presente. Aunque de lo último sí que he hecho gala ya, y no sin razón, en alguna entrada pasada, por más que  allí buscara incomprensiblemente adjudicarle dicho don divino a un yo distinto de mí. De nuevo, ni siquiera soy lo poco mediocre como para cantar a los cuatro vientos mis verdades, al igual que hacía Espronceda. (Aunque por algo era el Espronceda velado). Y desde luego que no como el filósofo de «Tu coño es mi droga». Sí, José María, me da igual ser opaco como los buenistas. Tú lo eres con Wang Chong o el sánscrito. Yo lo soy con la mierda castrista. O castrense. O de la importancia de… De madurar. Sí. De aceptar eso. Agradecer las grandes dimensiones. Agradecer esta ociosidad. Agradecer no tener tan bajos gustos musicales como «Tu coño es mi droga». Agradecer que, si a mí me regalaran un poemario, por feo y mediocre que fuera, lo valoraría más que lo que lo valoran otras personas, precisamente porque he desarrollado una empatía mayor que aquellas. (También, seguro, más para esto de los placeres carnales y de la cama que monsieur Houellebecq). Agradecer que soy simplemente mediocre, y no un discapacitado, un loco o alguien que adoleciera de cierto (o severo) retraso mental. O simplemente ser un asocial. O un asexual. O ingeniero, ¡gracias a Dios tengo que recordarme por  no tener que verme en la necesidad de convertirme en ingeniero! O ser francés. (Lo que no significa que esté ecualizando francés a retrasado mental, asexual, ingeniero, loco o lo que fuera. Solo agradezco no serlo. Y esto no es Twitter, así que no tendré que disculparme a nadie por agradecer al mundo el haber nacido sano o el no haber sufrido hasta ahora ningún accidente que me deje en estado vegetativo). Conque todos estos son motivos para agradecer, aunque desde luego no todo es agradecible en esta vida. Eso se lo dejo a mi yo de cuando escribí aquello de Las tragedias de Esquilo y el «neoepicureísmo». Me creía que todo era color de rositas. Y, en efecto, para mí, casi que lo era. Y por eso buscaba, anhelaba el sufrimiento que me permitiera el aprendizaje. La verdad es que ahora creo más en el capitalismo que entonces. Indudablemente que ya no le objetaría las cosas que le objeté en cierta entrada vinculada a lo de la autohistoria, sino otras muy distintas, asociadas al sufrimiento que en determinados panoramas históricos ha generado dicho sistema. También injusticias. Injusticias como la de que… ¡Ay de la meritocracia! Para colmo de males, la justicia hizo de las suyas devolviéndome a mi sitio una vez más en lo relativo a mi aparentemente terrible modo de escribir durante un certamen este último tiempo… ¡Perder, perder! Aj, qué asco. Si es que así, ¿para qué escribir, si siempre es la misma mierda? Y si los escritores en condiciones empiezan a los doce, y yo aún no arranqué a los diecisiete, ¿para qué…? Sí, como ven, vuelvo a la misma pregunta inicial. Pues abrazar la mediocridad implica una cierta abulia, una cierta fuente de inacción; un cierto conformismo que nunca nos llevará a ir más allá del por qué las cargas se desplazan allá donde el gradiente de potencial decrece más rápidamente. Las preguntas de qué es una carga y qué es una masa y qué una interación o de qué es una partícula y por qué existe, y para qué lo hace, son exactamente las preguntas que la filosofía debería buscar responder, y que la física rehúsa abordar, sabedora de su mediocridad. Sin embargo, la primera prefiere afirmar que el ser humano es «una cosa que piensa», y la segunda aceptar sin más que la energía de un sistema tiende a descender, o, más técnicamente, que su variación de energía libre de gibbs ha de ser negativa (para que el proceso sea espontáneo). Sí, el problema lo tengo yo, que no me conformo con lo uno ni con lo otro. Si no aceptaran su mediocridad, no habrían arrancado a existir. De ahí la sentencia socrática del «solo sé que no sé nada» que ha proliferado por la red como un hongo gracias a sus esporas (los culturetas como yo). O el método gracias al que la física funciona, galileano, y por algo no teleológico. E igual yo me tenga que aplicar lo mismo. Al fin y al cabo, he perdido en el concurso de relatos. Aquí tienen el par que para ello escribí hace unos meses, para que conmigo respiren mi frustración. Victimista en lo amoroso, en lo escritulario, en lo económico, en la incompresión de los demás… ¡ay, qué insportable soy…! Solo queda la madurez. La madurez…

05/01/2022: … claro que hoy habría yo de haber avanzado un tanto más en esto del concurso —el de relatos, me refiero—. Algunas ideas sí que me vinieron a la mente: podría seguir un poco la línea de Borges en sus Ficciones, por ejemplo. No es que me sienta particularmente cómodo empleando aquel estilo, pero como a menudo, me da la sensación, la originalidad y la brillantez de las imágenes son lo que más se valora en un escrito, es posible que fijarme en él —Borges es un maestro en ambos— sea lo más acertado. (¿Tan seguro estás de que el contenido les pareciera secundario…? Bah, ¿pero no lo negarían igualmente?).
    Luego leí por un rato un librito de cierta escritora, genuino batiburrillo de ocurrencias aleatorias pero sugerentes…: finales rimbombantes —tan seductores de las mentes adolescentes—, elementos pretenciosos, al barniz de ese lirismo desmesurado en torno a los mismos tópicos “existenciales” —o sociales— de siempre, entre otras técnicas abrazadas por la juventud, como la analepsis. Y ella está teniendo mucho éxito, sí; de hecho, no hay quien no la elogie por lo que escribe. (Aunque a veces, me da la sensación, y como con todo, no saben ni por qué la elogian: lo hacen únicamente por imitación de los demás). Pero yo la verdad esq ue prefiero seguir con mi estilo. Es un poco insoportable, pero si no les gusta… (¡Por Dios, C…!, ¿y cuál es «tu estilo»? ¿El monólogo? ¿El diario? ¿El uso desbocado de interrogantes y exclamaciones en disimulo de tu incapacidad…? ¡Ay!, quizá deberías intentar…)  
    ¡Vamos a otra cosa! Ah, sí, es verdad. Será decir lo excusado, pero creo que deberíais haber visto el centellear de mis pupilas hoy al volver a poder… ¡a qué época os transportaríais! Puf. ¡Y qué historia más sabrosa me narró hoy D…! Oh… es que el ser humano es una cosa tremenda. Fijaos: ¿y si me diera, incluso, por contar su verídica y en nada fingida historia para el concurso aquel…?

Posdata del 05/01/2023: Para la posteridad, recuérdese que lo que aquí figura fue solo una transcripción barata de lo que ella tan extraordinariamente improvisó para mí. De hecho, y cómo no, fui solo uno de entre los muchos a quienes narró esta historia —acerca del singular y de todos conocido don Miguel de Ucero—, que se hizo famosa en la facultad de matemáticas gracias al manuscrito de mi eterno enemigo, de cuyo nombre mejor no quiero… Pero más vale que aunque lo premiaran a él por ello, y a mí no, muestre al menos que fui uno de los privilegiados en escuchar de mi querida D… esta gustosa historia. Et valē, amici!:

«¿Sabes?, lo que acabas de decir me recuerda a una historia que viví este mismo verano. Normalmente, para dotar a vivencias ordinarias, como dices, de un carácter más elevado —casi de tragedia esquílea—, es necesario adornarlas poéticamente por medio ya no solo de refulgentísimas metáforas, sino también de etopeyas que rozan la interpretación hermenéutica, de estructuras sintácticas cuasi latinas y, muy particularmente, de apóstrofes resonantísimos dirigidos a cualesquiera entidades trascendentes. Pero te prometo, C…, que en este caso la realidad supera a esas ficciones de la pura forma. Figúrate si es grave el caso que, por primera vez aquellos días, estuve por decir sin ánimo de burla la que siempre consideré una risible declaración; esa que Leopardi dirigió en una epístola a su hermano Carlo: «el mundo no me parece hecho para mí».
    Miguel de Ucero era un hombre de edad avanzada. De un porte elegante, era no obstante muy poco agraciado. Cada onda de luz que se sumía entre sus labios delataba la aleatoriedad con que sus negruzcos dientes habitaban aquella boca. A mí varias veces me pareció vislumbrar la huida desesperada que, desde aquel foso, emprendían las palabras. (¿Quizá por ello hablara tanto?). Él nunca se refería a su físico tal como yo lo percibía: de orangután de tez morena y barbilla alargada, que bien diera susto a quien lo viera, tan vehemente como era, si no fuese por su peculiar circunstancia. Antes bien él decía de sí poder compararse a cualquier estatua de Praxíteles. (Y todos así lo creían).
    Dije que esta era una historia que viví yo misma el presente estío. A la sazón veraneábamos J… y yo por las costas de A… Como llevamos sin hablar —por motivos que desconozco, C…; ya me explicarás— desde junio, no sabes nada de lo que nos pasó por aquellos meses. Pues fíjate. Resultó que una noche íbamos a la altura de la calle Anacreonte J… y yo. Aquella era de luna nueva, y coincidió con los numerosísimos apagones (por el cese de la central térmica de A…) que hubo por tales fechas, que íbamos por el paseo completamente a oscuras. Como era tarde, ya no había casi nadie. En cambio, un hombre llevaba unos minutos detrás nuestra. Cambiamos de rumbo —aunque supusiera un rodeo de cara a llegar al apartamento—, pensando que el tío dejaría de seguirnos. Mas no fue así.
    Quizá se te haga excesivo nuestro temor, C…, pero, a decir verdad, en una situación como esa, el miedo se apodera del espíritu de cualquier mujer. ¡Un individuo semejante a aquel, en plena noche, persiguiéndonos…! El caso nos sugería —especialmente temerosa iba J…—, que la sombra recia de aquella figura primitiva nos perseguía con un fin muy nítido —nítidamente tenebroso—. (¡Nos perseguía para violarnos!). ¡Una violación!; ¿puedes creerlo…? Sí, C… Era repugnante.
    El caso: a un punto oíase ya su respiración. Agobiada, me giré. Distinguí en sus ojos un brillo errante, casi de meteoro borracho, como vagando perdido por la vasta galaxia. ¡Ese tío parecía loco de remate, C…! Y sin embargo, cuando la situación me indujo a echar a correr —a la par que leí en la mirada de J… idéntica resolución—, el extraño abrió su boca y, como por arte de magia, J… se frenó en seco —cual quebrando la ley de inercia—, y comenzó a escuchar lo que en adusto tono el misterioso tipo había de decirle. Mientras, yo seguía corriendo. Al no dar crédito a la reacción de J…, volteé la cabeza y comencé a gritar. ¡Era tan extraña, C…, la forma de actuar de J…! ¿Y cómo había yo de reaccionar…?
    A esto, su expresión fue de sorpresa. Pero la de Miguel de Ucero —porque sí, esta fue la rocambolesca manera en que se nos presentó el protagonista de esta historia— ya era… ¡indescriptible! Tenía una cara de espanto… ¡como si no hubiese visto en su vida cosa igual! Cosa igual, sí; ¡cuando a quien delante tenía era a una joven cualquiera! Pero lo que te digo: parecía asustado. Eso es: él estaba asustado. ¡Ja! Asustado… de mí…

Como si conociendo a aquel hombre de toda la vida, hubiera olvidado quien yo era, J… me convidó a que acercárame. El otro, con su cara desencajada de primate embelesado, seguía enrigidecido como una estatua patética. No por ello, empero, me inspiraba aquel espécimen un menor temor: antes al contrario, me sorprendió tanto su reacción, que yo no pude más que enmudecer —también por la complicidad tácita de J… ¡Qué incomprensible!—. Mas al fin, tras incomodísimos segundos, el tío pareció poco a poco salir del extasiado trance en que se encontraba. Articuló sosegadamente unas palabras que, noté, hacían a las pupilas de J… fulgurar como estrellas. A él aquello le resultaba normal. ¡La extrañeza la irradiaba yo! Yo. Yo, la única causante de su impotencia en el mundo. ¡Yo!

La calle volvió a iluminarse. Como intentando eludir su actuación de enfermo mental, el tipo se justificó arguyendo que pensaba que nos habíamos perdido. (¡Tamaño sinvergüenza!). Le dije que no, que nadie se había extraviado, y que nos dejara en paz. Pero, extrañamente, J… no estuvo de acuerdo. Intenté achacar aquello a su leve embriaguez. La disposición de Miguel, ahora siquiera elegante —a pesar del frac grasiento que llevaba—, así como la dicción refinada de que se preciaba, hicieron el resto. Pero la ornamentación barroca que acompañaba a cada vocablo que salía de su boca, a mí se me hacía ya no pedante, sino insufrible. Y no iba tampoco a dejar de desconfiar —a diferencia de J…— de aquel hombre, simplemente por tener él un cierto don de palabra. Conque insistí… en vano. J… adolecía de un apego súbito e enfermizo hacia aquella figura. Les pregunté entonces que qué narices pretendían. J… balbuceó que no lo sabía. Él, en cambio, declaró altisonantemente que yo le había sorprendido muchísimo, y que necesitaba saber algo de mí. Añadió que se iría solo después de que yo escuchara unos ruegos suyos. C…; yo, igual que tú, no sabía de qué me estaba hablando. Para entenderlo, hube de esperar un tiempo. Él no se creía el haberme encontrado, ¿sabes? No. Él pensaba que unas pocas más palabras bastarían para surtir efecto. Todo, como un juego. Un juego en que —él aún no lo creía verdaderamente— solo yo le pude ganar. (Cállate, C…; sé que te lo estoy narrando desordenadamente, lo sé; perdóname, solo sigue escuchando).

Miguel de Ucero vivía para aquello. Era duque y no había trabajado nunca. Al parecer tenía antepasados ingleses. Su mujer y él un día vivieron como salidos del siglo de Oro: moraban en un castillo, y años atrás solían hospedar a menudo a personajes de la alta cultura en él. Periodistas, humanistas, filósofos, catedráticos, artistas… ¡cientos de ellos tuvieron el privilegio de ser huéspedes de los Ucero! Incluso tenían una fundación y otorgaban premios. (Miguel nos contó una vez que, en su ignorancia, intentó emplear el nombre de «Premio Friedrich Nietzsche». Lógicamente, don Miguel no había sido al primero al que se le había ocurrido). Pero, un buen día, se aburrió de esta forma de vida. Había llegado a la conclusión de que todas estas figuras solían tender muy rápidamente a la adulación. Todo lo que él les decía les parecía excelso y profundo, inclusive lo que considerada perogrullescas ocurrencias. En cierta ocasión, impartió una conferencia titulada «El esperpento de Spinoza». Se sentó, y en dos horas no pronunció palabra alguna. Al« acabar», todos se encontraban emocionados. Recibió un sonoro aplauso, y nadie se dignó a criticarle. Supuso un éxito aún mayor que 4’33». Poco después, todo el país hablaba del filósofo judío como salido de Martes de Carnaval.

Decidió, pues, abandonar el castillo y a su esposa. Se alojó cerca de la plaza central de A… Al parecer iba buscando a alguien más sabio que él, porque un amigo suyo —filósofo krausista— le había dicho algo que don Miguel no creía: que la Naturaleza nunca engendró a nadie más sabio que él.

Aunque nunca salió de A…, allá intentó esta búsqueda con todo su ser. Indagó primero entre los políticos y las gentes de reputación. Después, entre poetas y artesanos. Nadie. ¡Nadie le llevó alguna vez la contraria! Ni siquiera los que parecían más inteligentes de entre sus habitantes rechazaban dar a don Miguel lo que fuera que él pidiese: vinos, aceites, libros… ¡lo que fuese hacía que todos perdieran la cordura a su lado! ¿Cómo iba a encontrar en estas condiciones a sabio alguno, si cada vez que abría la boca se deshacían en elogios hacia él?
    La última esperanza la invirtió en buscar… ¡entre los jóvenes! (No te extrañe, C…, que yo lo tilde de violador o de pederasta, aunque nadie más lo diga). De modo que lo que tú y yo consideraríamos un caso de acoso, para los discípulos de Miguel —porque dudo que él mismo lo crea—, en cambio, supone un gran paso para el feminismo. (En tiempos de Sócrates, dicen, Miguel solo se habría acercado a los hombres). ¡Ja!, ¿acaso no es repugnante que se le acerque a una un viejo, de noche, intentando persuadirla de que se adscriba a su escuela filosófica?…
    ¿Sabes en qué consistían las súplicas de antes? ¡En eso mismo! Me rogó «por favor, que por todos los astros que cada noche suspiran en forma de cometas mi dolor, esas tiernas perlas en el crepúsculo, reflejo de mi sentir vibrante y molido; que por cada gota dorada de que bebiera el mismo Poseidón, para sanar mis entrañas podridas por el tiempo; que por cada pájaro que canta la bermeja felicidad, en el aleteo libertino y cálido, mientras yo resto acá en mi alcoba por voluntad de Dios, al hacer que Eco no amara a Narciso; que por la ruta de fuentes más puras en el desierto, ruptura termodinámica, y el comienzo del ejercicio de Adán en su cristalino laberinto…; que por todo esto, oh joven, vengas tú mañana al mediodía a la plaza central de A… y escuches… escuches… Porque quizá tengas algo que aprender».
    ¡Ay, C…!; espero que a ti al menos te sugiera, también, lo mismo que a mí el oír esa verborrea. ¡Semejante enajenación mental la de ese hombre! Se me figuraba un pobre diablo; un grotesco Don Juan del siglo XXI. ¡Pero ni a eso llegaba! El pobre no aspiraba ni a eso. El pobre era esclavo de su condición — aunque no lo entiendas aún.
    ¿Y sabes qué es lo peor, C…? Que ante esas sandeces, J… reaccionó… ¡adorando a Miguel como a un Dios! Le parecía inteligente, genial, príncipe de los ingenios, superior en lucidez a cualquier otro hombre. ¿Dónde se podía situar la raíz de un absurdo tan mayúsculo? ¿Era tan estúpida J…? Aquella verborrea le parecía una fina súplica, ¡una poética divagación metafísica en torno a sus sentimientos más profundos!; un discurso de un grandísimo valor…
    Al día siguiente por la mañana J… no dejó de insistirme en que fuéramos. Yo no es que temiera ya —a pesar de no saber nada de lo que te comenté aún—, pues al final la noche anterior don Miguel no intentó violentarnos. Pero tampoco es que deseara perder el tiempo con lo que a mí se me figuraba tan magno payaso.
    Mas no hubiera ser humano que disolviese el hechizo que sobre mi amiga había caído —cual si de Melibea se tratase—, y con estricta puntualidad nos sentamos a la sombra de una palmera, esperándole. En los azulejos de nuestro banco, que compartían temática con los de la agradable fuente de la plaza, representábase una escena de Áyax: el engaño del héroe griego por parte de Atenea, reflejado en la salvaje escena del ganado. ¡Qué astucia la suya! Y, sobre todo, ¡de cuánto tiempo libre disponía la inteligente diosa! Si no, no le habría sido menester entretenerse de ese modo. (¿Imaginas, C…, que en vez de a Áyax se pudiera burlar a una sociedad entera? ¿Y si lo hiciera un hombre de carne y hueso?).
    La escasa brisa que apaciguaba el calor de nuestra estancia en la dulce plazoleta permitió que algo más de gente compartiera con nosotros el disfrute del azulado cielo. Pero nuestro señor aún no había llegado. Hete aquí cuando vimos a unos cuantos jóvenes salir de la Iglesia, del Ayuntamiento, y del mercado respectivamente. Todos ellos fueron a reunirse cerquita de la fuente. Nos llamó poderosamente la atención que hicieran como si J… y yo no existiéramos. (¡Ni una mirada!). Y entonces —pues tampoco nosotras teníamos nada mejor de lo que hablar—, nos pusimos a escuchar lo que decían.
    Parecían pertenecer a algo así como una secta. Se los veía mirando a la Luna y señalándola; decían que allí habitaba Dios, o algo por el estilo. Una de las pocas chavalas que había, de repente, se puso a reír tremendamente con la estúpida greguería «la ‘L’ parece largar un puntapié a la letra que tiene al lado». Otro dijo que la Naturaleza era su Conciencia. Al instante tres o cuatro elogiaron su ocurrencia, pero le vituperaron por haber olvidado que el Inconsciente también era un elemento muy importante. El muchacho, de unos quince años, rectificó rápidamente. También uno llevaba en el brazo Tinieblas en las cumbres, y otro, Emilio. Estaban esperando al Maestro… Egos trascendentales, sustancias absolutas, mónadas y hénadas, motores perpetuos, glándulas pineales, demiurgos, dasein… ¡Era una escuela de filósofos!… ¿Pero, por qué allí?
    Tú de esta pregunta ya te puedes figurar la respuesta, ahora que sabes lo que yo fui aprendiendo, aquel y sus subsiguientes días, de Miguel de Ucero. Cuando este hablaba allí, en medio de la plaza, como un predicador, como un excelso ejercitador de la erística, los jóvenes —y los no tan jóvenes, pues cualquiera que por allá pasara quedaba fascinado— parecían alucinar, degustando las enseñanzas de su Maestro, que cada día se decía algo distinto: plotiniano, agustino, neotomista, kantiano, nietzscheano, heideggeriano, materialista-buenista… ¡Ay, qué chorradas me parecían a mí todas estas! Que un hombre del que todos pensaban ser tan inteligente se dedicara…: ¡qué sería entonces del futuro del hombre!
    Pero, ¿sabes qué, amigo? Que él jamás creyó nada de eso, estoy convencida: su oficio era solamente el de un fingidor. Un llano fingidor, fingiendo decir lo que en verdad quería decir. Es lo más triste: como pensar que Don Quijote no fingía su locura cuerda… ¡Ay!, ¿imaginas estar en su posición…? Sí, sería más cruel de lo aparente; todos se tomaban en serio su ficción. Nadie era inmune a su condición casi divina, había nacido poseyendo el don de la palabra, en una cuota que no la comparara yo a nada de lo antes visto. Por eso, cuando vio que ante sus ruegos yo no solo me mantenía impasible, sino que lo miraba con desprecio; cuando vio que, día tras día, abominaba sus discursos; cuando vio que yo existía (¡joder, al menos un descanso, una voz que entendiera su verdad, una respuesta del universo a esa calidez totalmente fría, de quienes, falsos, aun sin saberlo, adulaban hasta el más nimio contenido de su ya enjuta mente!), … escribió lo último antes de abandonar A…, sin que sepamos nada ya de él; fue una nota de su diario, hacia el 5 de enero. Yo aparecía mencionada. Y tú —y vosotros—, también.

    Yo no he leído a Luciano de Samósata. No obstante, algo me dice que posiblemente mi concepción y la suya acerca de Sócrates sea parecida. Claro que sería un error, creo yo, considerar que por ello pertenezco al bando de los «literatos», y no de los filósofos. Ojalá pertenecer a uno de los dos. Bueno, no sé. Es que me parece un poco arrogante decir que no me gustaría estar en los grupos ni de Borges ni de Lledó ni de Spinoza ni de Descartes. Pero la verdad es que preferiría que no fuera así. Mejor pertenecer a la burbuja de los mediocres que desde luego no puede compararse con Luciano ni con Calderón de la Barca. En ese sentido, más vale ser estoico y un don nadie. Más vale no compararse. Más vale no mojarse con quienes tanto tientan a mojarse. (Nos mojamos…; sí, nos mojaremos…). Más vale escribir no más que para uno mismo. Como Carmen Martín Gaite para Bellido Morillas y yo para todos los demás. He aquí el segundo relato derrotado, si es que se lo puede llamar tan siquiera así. Oui.

Quizá. Pero no es importante. ¡Ja!, o eso quiero hacerme creer ahora: terrible engaño frente al espejo. Porque no. No lo has logrado. Fíjate: decir de la regenta, tú…, ¡si es que es de chiste! Con nada mejor que hacer. ¿Bueno, pero y qué le hago? ¡Y qué! Me pregunto. Me pregunto si seré el único. No. No puede ser. ¿Les pregunto? Tampoco; ya es tarde. Y como si mañana fuera a darse el cataclismo, de todas formas no me iban a responder. Ya. Bueno, pero antes de hablar así a lo loco puedes escribir, ¿no? Escribir. Escribir. ¡Levantarme yo ahora para eso…! Si es que… Si acaso leer. Sí, a algún literato loco de remate, que crean esos personajes con los que te identificas. Y no. Aunque sí, al mismo tiempo. (Pero quizá leo mejor lo que antes me dio D…).
    Así que me levanto. No, no hay nadie, lo sabes: podría traer a quien me apeteciera a casa, y hacer todo el ruido que quisiera. ¡Oh, qué imágenes las que figura la literatura dentro de tu mente! Ya. Pero a quién voy a llamar… ¡Aquí! Qué curioso, si no fuera ella quien me hubiera dado estos folios, jamás me pondría a leer algo así. ¿Ves esa vela? Sí, pongámosla, hombre; iluminemos un poco esta estancia nebulosa, que las bombillas no van a ser nunca objeto de arte. (¡Y qué inercia más tremenda!). Pero vamos, que ya has visto sus otros escritos, y eran terribles. Mientras te tienta allí tomar a Lope, Baudelaire o Cervantes, tú —pero si no tienes fuerza de voluntad alguna, ¿qué ibas a decir?— yéndote a leerla a ella. ¡Ay!, lo que haces por… calla. Anda, hasta están perfumaditas: y qué letra… Jo, y cuando yo quise regalar a la otra unos poemas por San Valentín, ¡tamaña torpeza tras el curso de caligrafía!, ¿y, así, qué vas a escribir tú?
    Pero qué rollo más tremendo. Este modo de escribir de los adolescentes… ¡qué terrible!; la pintura, qué bella. Sí. Desde luego que el lirismo con que embadurnais el hecho más banal es digno de elogio. (¿Y ves cómo se mueve ese animalito?). Siempre es algo comprometido. Os gusta lo social, la crítica que consideráis novedosa… Claro que siempre asoma un Heráclito al fondo de la sala, con su toga deslustrada y esa gotita lacrimosa —la apestada, la llamaba yo en otra época—: como en esos escritos de D… en que algún personaje tiene que llorar la trivialidad del presente, revestida de perfecciones estatuarias; como si no se quedara a gusto al no incorporar un elemento trágico, cuando, ¿quién aquí vive genuinas tragedias? Pero… ¿Yo por qué? Es que es tremenda liga la suya. ¡Pof! No, a mí no me parecen perfectas. Me hace gracia cada vez que esos existencialismos confundidos con las poses y mamarrachos de la red son presuntamente dignos de perfección: ¡qué grotesco!
    Mejor haré otra cosa. No me gusta ese modo de escribir suyo. Tampoco me gusta cuando los escritores solo empiezan a hablar de la escritura. Y de la lectura. Y de ellos mismos. Y cuando hacen creer que todo lo que ponen es un símbolo que ser interpretado, ¡ja!, eso es insoportable. (Joder, qué guapo me veo hoy; es curioso, cuando la luz de la Luna rebota en el espejo causo mucha mejor impresión).
    ¡Anda!, si mi hermana había dejado aquí en el baño esto. En qué mala hora. Yo aconsejándole sobre cómo escribir algo interesante para el concurso: ¡yo, que he fracasado en todos ellos! Yo. Y qué extraño es esto de dirigirse uno a sí mismo delante de los demás. Vosotros haréis lo mismo y sentiréis lo mismo: que sois vosotros solos los que… Una tesis muy bonita la de que seamos los únicos en el mundo, si no olvidara el tamaño infierno que el derredor nuestro supondría si todos fueran un mero sueño. Vosotros sabéis que es una creencia infantil. Sí, vosotros… (¿Vosotros? ¿Y por qué he dicho vosotros? Tío, C…, te estás volviendo loco).
    Y eso, que mientras miro al gatito del vecino que asoma por la ventana, me dibujo la situación algo antes: yo recomendando a mi hermana leer lo que (yo) escribía a su edad, yo diciéndole que no tema repetir las palabras, yo escuchando sus disparatadas ideas, yo riendo, yo comparándolas con lo que a mí me gustaba escribir; ¡ay!, ¿de verdad hay quien escribe novelas rosas? Pero si… ya, es más duro si te inventas esa novela para ti mismo y fracasa, que hacerlo sobre el plano de alguien que no eres tú. Ya. Yo ese hueco lo cubro con mis sueños. (Así estoy ahora mismo). Ya. El relleno del deseo. Pero bueno, hermanita, allá donde quiera que estés ahora mismo, ¿leíste estos relatos? ¿Qué te parecieron? La verdad sea dicha: ya ni los recuerdo. Se los di por automatismo, sin pensar, como casi todo en la vida social de las personas. (¿O será solo mi caso? Sí, seguro, D…, V…, A…, L… pensarán muchísimo… ¿eh?, ¡anda, a criticar a otra parte, hombre!). «Celda de reyes grises», se llamó el primero. Lo escribí con quince años. Bueno, no es que haga tanto, lo dices como si hubieran pasado siglos —siglos los que han pasado desde la medianoche. ¡Qué bien vas a ir mañana de dispuesto, con tu camisa de clérigo y las ojeras de lector a la fantástica escena!—. «Fija nuestra exhausta mirada en cada gota de lluvia grabada sobre nuestra ventana, entreoyendo el monótono rugir de los neumáticos sobre el asfalto mojado…» era la frase con que arrancaba el relato. ¡Anda! Tan terriblemente altisonante como la recordaba. Uf, y son muchos papeles. Aquel era un certamen en que se podía escribir hasta 32.000 palabras, creo. Fue una pena: después de llevarme casi dos meses escribiendo y retocando conforme avanzaba —justo lo que, cierta vez, Homero me convidó, personalmente, a no hacer, por más que algunos digan que no existió nunca—, por haber postergado su entrega —y maximizar los retoques— hasta el último día, resulta que había que enviarlo en forma de carta, físicamente, y cuando fui a un buzón de Correos, ocurrió que ya no se podía meter la carta, por ser demasiado tarde. Era el último día. Me entristecí bastante, aunque tampoco es que fuera a conseguir nada, y vosotros lo sabéis… Mas es raro. Casi no me acordaba de aquel día, pero me ha venido a la mente —mientras sigo leyendo— que desde entonces busqué cambiar radicalmente mi vida. Si hubiera sabido yo entonces de mi futuro, ¡cuánto habría deseado hablar con el C… de ahora!; de hecho, me amarraría y arrastraría a mí mismo de nuevo al pasado. Si ni uno vela por sus propias carencias y problemas, y no se las echa en cara nunca, ¿quién va a hacerlo?
    ¿Ves? Esta avenida de noche es muy silenciosa. Incluso podemos abrir la ventana. ¿Quieres? Sí. Vosotros —¿vosotros?— no sabéis cómo es mi habitación. No estaría mal describirla a lo Rubén Darío. Tampoco estaría mal inventarme un relato interesante, trepidante, exótico, inteligente para el próximo concurso al que intente enviar algo. Al fin y al cabo, esta habitación no está como para grandes historias. Mi vida, aún menos. No es que me queje, pero me pregunto si ellos —¿como yo?— también escribirían sobre lo vulgar: tan vulgar como lo de D…, pero sin revestirlo de imágenes refulgentes o críticas estruendosas. Simplemente relatarme… (¡Anda, cállate ya, C…! Calla y lee, que no es noche escritural). Hablando de artificios, estafadores de esta ficción que es nuestra vida, ¿qué opináis de esto?: «Las pálidas paredes de mi celda se sonrojaban de vergüenza cada vez que la autovía lanzaba una de sus calurosas miradas en artificiales destellos. Una fragorosa multitud de automóviles copaba la arteria, rompiendo toscamente la taciturnidad de la noche. Si el silencio se esforzaba penosamente por retomar el control de las sombras, más se esforzaría algún agente cruel en arruinar el omnímodo sigilo nocturno que con tanto esmero trataba de cosechar la meditativa oscuridad». ¡Qué infantil! (¿O igual me debería seguir mirando el ombligo?). ¿Os imagináis que les hubiera gustado? Bueno, no es que lo crea, pero esta tacita de té quizá me hiciera delirar aquellos días de desesperación —por D…— y llegar a pensar que sí. Siempre has sido un arrogante, un arrogante tan mayúsculo que dudo de que jamás aceptes tu mediocridad. (Claro que yo entonces me relataría otra historia. No me rendiría. La de una vida mediocre). Puf, ¿y quién no es mediocre, C…? Tal vez esto sea una burda autojustificación.
    Voy a descansar. Me duele un poco la vista. Este hablar conmigo mismo me traslada a la pregunta sobre el delirio que la escritura de un diálogo supone. Es casi como jugar al ajedrez solo. Una historia de una partida en que cada movimiento queda archivado como si fuera producto de mentes diferentes: pareciera que el relato de la partida tuviera sentido, si no se conociera la verdad de los contrincantes. Toda la magia desaparecería si se supiera que la batalla es fingida: el relato se desmonoraría. Sí. (¿Y a qué viene esto?). Por eso vosotros diréis que esto no es un relato: también Unamuno decía que su nivola era algo distinto de una novela. Y los ángulos de un triángulo valen dos rectos, decía Spinoza. ¡Ja!, ¿algún disparate más, C…?
    Mejor vamos a la ventana. ¿Vibra la lluvia batiendo contra ella? Ya lo creo. Es hermosa, ¿te gusta? Claro. Podrías escribir un relato de la lluvia. Quizá, sí. Al fin y al cabo, ya una vez lo intentaste: «nadie más que la lluvia debería quebrantar el regio silencio cósmico. La injustamente maldecida compañera había comenzado su desgarradora melodía, llanto de los dioses. Nos saludó calurosamente desde la ventana, revitalizando así la frágil realidad que se desmoronaba ante nuestros ojos». ¿A qué realidad hacía yo mención? No sé, pero vosotros sabed solo una cosa: que mientras pienso —sin pensar realmente— noto una vibración muy distinta, proveniente de la mesa. (¡Un mensaje!). ¿Un mensaje, a estas horas, antes de la catástrofe…? Nada, no es D… Ella estará ya entretenida en sus sueños, que a diferencia de los míos —estoy seguro— sí se hacen realidad. Es un número desconocido. Yo nunca he hablado con esa persona. Le pregunto que quién es. «Sentimos caricias de locura al comprobar que habíamos confundido las distorsionadas siluetas del espectáculo con las figuras proyectadas por nuestra vela sobre el irregular gotelé de la celda. Figuras sombrías y rocambolescas como el foco del pasado bailaban al son del silencio. Bastaba una leve brisa para cambiar la forma de las figuras; una leve brisa para cambiar la forma de nuestro pasado. Aquel pasado, amigo avergonzante pero querido y nostálgico; plasmado por nuestra vela, distorsionado por una simple brisa: distorsionado por nuestra propia brisa». Muy quinceañero. El reloj marca las 5.
    ¿Y si recuperara este escrito? No, es demasiado malo. No ocurre nada. Es inmóvil como el cosmos. (Quizá, simplemente, te has olvidado de ti). Vosotros decís lo mismo que yo. Sí, el tiempo nos distancia de nosotros mismos: hablamos del pasado como de otro. Al son del soplar de los demás. Con ellos. Como este que acaba de escribirme. ¿Qué es lo que quiere? Ahora vuelve a escribir. Un pacto, me dice. Un pacto me dice que haga, lo habéis oído bien. No será el diablo, supongo. Tiene una foto de perfil borrosa y extraña. No conozco a casi nadie que no tenga una foto de perfil extraña: en la nube los hombres y las mujeres flotan en una confusión, grisácea sustancia que otorga carta de naturalidad a lo incomprensible. Yo mismo he caído en esas cosas, aunque de un tiempo a esta parte casi me he convertido en un ermitaño (después de aquel día de 2020 en que pensé en cambiar radicalmente; porque mis memorias se remontan a un par de años: quizá no sea humano, solo un animalillo que viva un lustro).
    Sigo leyendo hasta que el desconocido termine su extenso mensaje. Me siento identificado con él. Yo también, desde pequeñito, a menudo —bueno, a contadas personas— escribía durante horas un solo mensaje, hace poco una carta de amor a D…, que no sé cómo interpretó. «Repentinamente un soplido glacial, exhalado por algún ente divino que hubiera estado presenciando el singular espectáculo, acabó por acariciar nuestra frente mientras nuestra vela moría de soledad, ¡quería Dios matarnos de pena, haciendo sucumbir a nuestra última compañera de la noche! Cada vela que encendía en mi celda era un saco de piedras más a nuestras espaldas, que se convertirían luego en lápidas. La cárcel era el cementerio de todas esas figuras sombrías y pasadas». Es curioso. Mi situación de ahora no es tan diferente a aquella que describía en aquel pasado lejano… La noche, la vela, el silencio, el pasado… ¡antes escribía, y ahora solo hablo de estas cosas con vosotros! Sí, porque antes el «nosotros» no tenía miedo a escribir mal. Sería un arrogante, y escribiría mal, pero al menos actuaba. Ahora la abulia impera en mi espíritu. Ya lo veis, el cambio tras el día de Correos no fue nada brillante. O quizá solo he olvidado… He olvidado por ese saco de piedras. (¿Y si vuelvo…?).
    ¡Oh, qué aroma! Al fin está listo mi cacao caliente. Ya he acabado de leer el primer relato, y casi se distingue el alba en el horizonte. El reloj marca las 6:30. Las leyes de la óptica —yo quiero ser físico, quizá ustedes esto no lo entiendan; yo tampoco, hasta hace dos semanas— nos mienten: el Sol aún no está ahí. Es una ilusión, un espejismo. Hay que esperar al futuro un poquito más. Solo un poquito… Quizá hasta las 6:35.
    ¡Tang! Subida en las pulsaciones. Bah, no, no es D…. ¡Caramba!, y se me había olvidado a mí el del pacto. No me apetece coincidir con el desconocido, y prefiero seguir con el segundo relato. Este tiene menos páginas. Nunca llegué a enviarlo a su correspondiente certamen, creo que de un colegio de la provincia de Málaga. Me pareció demasiado malo. No sé, quizá… Se llama «Cien días de Luna llena». Es curioso. Siempre me gustaban los mismos motivos. También lo escribí con quince años. (Quince… saber que no volverás a entonces, ¡ay!; y que vosotros me digáis que no sé lo que me espera, ahora que solo pasaron dos… ¡ay, el tiempo!: ladrón de esperanzas, estafador de mis sueños, deja de correr por una noche… Acepto el pacto): «¿Tirarme de aquella catedral? Pero si soy yo quien burla las noches en vela, la interminable rutina, las escapadas sucintas, las ilusiones pasadas, el desear nostálgico, los días inalcanzables, las alas que no vuelan… Yo, jugadora de mil caras, recién llegada al lago venenoso y oscuro, soñadora despierta del fuego: yo jamás seré olvidada». Oh, del tiempo, amiga mía. Yo sí estaré olvidado de siempre. Muerto para todos. Quizá esa noche en vela alguien recuerde que existí, aunque le resulte desconocido…
    Oye, esto es demasiado. Vosotros (no me gusta mantenerme incógnito, ya que hablo de mí, dejadme saludaros; ¿de mí…? ¡Otra vez perdiendo la cordura, C…! ) no os lo podéis imaginar, pero pardiez, que lo que a mí escribió esta persona no se tomó antes nadie el tiempo de habérmelo referido: ¡tardaré más en leerlo que lo que tardaría en escribir mil cuentos! ¡Puf!, no veo el fin. Deslizo. Y deslizo. Y deslizo. En el pasado… Es infinito. Es un relato eterno. ¿Y dónde, dónde está el pacto? (Por cierto, la foto de perfil es un poco menos borrosa). Pero ¿por qué iba a leerlo? ¿Quizá solo por ser quien más en serio me ha tomado nunca? No, no puedo saber nada de él o ella; no voy a… ¿Y esto? Si quieren ustedes que se me hiele la sangre… esa brisa gélida que atraviesa mis huesos… Está muerto. Él, sí. Dice que está muerto. ¿Está loco? Solo palabras escritas dice que puede ofrecerme. Su voz se extinguió. Nadie lo recuerda, dice. Y que cuando mi voz también se apague, él yacerá en la fosa común. ¿Me toma por bobo? ¿De qué habla?
    Venga, vamos a lo nuestro. De mis relatos algunas hojas están sucias de tinta, de cuando se mojan cuando suelo leer dentro de la bañera. Aunque creo que antes no lo estaban, no sé. También es curioso, la ventana y el espejo están ahora muy empañados. El Sol parece haberse vuelto a recostar. El reloj marca las 5. (¿No marcaba las 6:30?). «El foco iluminó con un tono verdoso el nebuloso campo de batalla, del que podían apreciarse todo lujo de detalles: trincheras, torretas, una gran variedad de armamento, y varias bengalas sin utilizar. El actor portaba una máscara de teatro: un peón blanco, inscrito en aquel tablero de fuegos artificiales. No podía retroceder, pero su rostro reía a carcajadas…». ¿Qué sentido tiene esto? Es absurdo. Pero me domina un extraño sentimiento: son palabras vacías, mas solo sabiendo que quien las escribió lleva muerto dos años, para mí recobran un sentido que en el momento de ser pensadas… ¡Dios, qué escalofríos! ¿De verdad soy el único? ¿A vosotros no os pasa…?
    Prefiero volver al mensaje. La niebla en mi cuarto y el espejo, la nitidez de aquel rostro antes insólito; él muerto, yo vivo, el tiempo, ese texto que me ha enviado, ¿qué es? Lo veo bien: tiene forma de relato; es tan circular que contemplo la lluvia, en esta neblina que solo me permite verla a ella: D… vuelve, me acuesto, aquel se acerca, ¿qué pacto? Deliras, C… Pero no tienes que entender las cosas. ¿O sí? Quizá. ¿Ganar? No. Estamos a 2022. Certamen, ¿2020? En mi casa hay alguien. Escucho la voz: no. No está muerto. (Gritan que no lo encierren en la celda). No estoy solo. Sigues vivo. Aquí. Aquí te tengo. (¿Me creéis? ¿De verdad me creéis?). No todo ha de entenderse. Per… los quince volvieron…: ¿el relato de una profecía imaginada…?
    Quizá…:
    «Fija nuestra exh…

    Sí, todo es autológico, adolescente y a lo El cuarto de atrás cutre. Sí, y a la gente suele enervarle que uno no haga más que repetir sus faltas y fallos. Así que enérvese usted. Mas ello, por ventura o a desdicha mía, no permitirá que mi frustración presente se apacigüe. De hecho, y a este respecto, solo queda escribir un poema más: puta vida. Puto amor. Puta guerra. Puta economía. Puto tiempo. Puta incomprensión. Puta vagancia. Puto egoísmo. Puta mediocridad. Puto sexo. Puta escritura. Puta voluntad. Putos jóvenes. Puto yo: ¡Puta frustración! Sí, puta frustración, amigas y amigos, pues ha llegado, de una puta vez, la hora de madurar.

Post scriptum para gente madura: Deberes para el año que viene: analicen las figuras retóricas contenidas en el anterior poema y enuncien dos mecanismos de cohesión empleados. Sugerencia: No olviden la anáfora en «puta». Háganlo, si no, llamaré a sus padres. (PSS: Para los que digan que no me centre solo en mis fallos, que sepan que son ustedes unos adultos de pacotilla; unos ninis. Solo piensan en jugar videojuegos, levantar mancuernas, escuchar mierda, gritar como primates, hacerse fotos y vídeos esperpénticos para Instagram, TikTok o lo que sea; fumar, beber, hablar de sandeces y fornicar como animales. Me frustran. Me hacen sentirme mediocre de la vergüenza ajena que dan. Hagan cosas de una vez. Gracias, perdónenme; los amo). 

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